29.3.11

Viaje

Posiblemente estos meses no han sido los más positivos ni los más fecundos, pero me guardo la convicción de que luché. Hubo momentos felices de los que no podré irme nunca; inolvidables señales por toda mi piel y un inconquistable distanciamiento que no sirve para nada; islas desarraigadas de corazón ceniza y una presión de pensamientos autosegregados que suben anárquicos a la cabeza y golpean el refugio. Entonces, este soñador acorazado lucha por dejar libres las lágrimas. Y es que, como dice una amiga también acostumbrada a no cerrar nada, uno siempre deja las puertas abiertas.

Me siento al borde la cama. Cierro los ojos y me veo trasladado unos meses atrás. Los abro, me miro al espejo y ahora parezco más pálido y exhausto que de costumbre. No me siento completamente localizado en ninguna parte y no quiero que nadie se entere. No es que me avergüence, pero no puedo mantener todo completamente racionalizado.

En la mesa de mi habitación hay esparcidos un puñado de libros, apuntes y una hoja arrancada con un poema. Al otro lado de la avenida Diagonal de Barcelona las sirenas suenan con aversión mientras el cráneo señala hacia arriba a eso que tanto aspiramos. Al fin y al cabo estamos en Cuaresma.

Hoy mataré el tiempo antes de dormir leyendo un fragmento que incluye uno de mis poemas favoritos, escrito por Alekos Panagulis, un-hombre-con-todas-las-letras cuando estaba perdido en el silencio más delgado de Boiati.

«¡Alekos! ¿Qué es?» «La poesía que prefiero, Viaje. Te la he dedicado, mira: ahora figura tu nombre como título.» Luego me la traduces con aquella voz que destripa el alma.

"Viajo por aguas desconocidas en una nave
semejante a millones de otras naves
que vagan por océanos y mares,
siguiendo rutas y ateniéndose a horarios perfectos.
Y muchas más,
también muchas más
amarradas en los puertos.
Durante años he cargado esta nave
con todo lo que me daban
y que yo tomaba con gozo sin límites.
Luego,
lo recuerdo como si fuera hoy,
la pintaba con colores radiantes
y permanecía atento
para que en ningún lugar cayera una mancha.
La quería bella para mi viaje.
Y después de haber esperado tanto, tanto
llegó por fin la hora de zarpar.
Y zarpé..."

Aquí te interrumpes, me explicas que el viaje es la vida, que la nave eres tú; una nave que nunca ha arrojado el ancla, que nunca arrojará el ancla de los afectos, de los deseos, ni el ancla de un merecido descanso. Porque no te resignarías nunca, no te cansarías nunca de perseguir el ensueño. Si te preguntara qué ensueño, no sabrías responderme: hoy es un ensueño al que das el nombre de libertad; mañana podría ser un sueño al que llamar verdad. No cuenta el que sean o no objetivos reales; cuenta el perseguir el espejismo, la luz.

"...El tiempo pasaba y yo
comenzaba a trazar la ruta,
pero no como me dijeron en el puerto,
pues la nave me parecía distinta entonces.
Así mi viaje
ahora lo veo diferente.
Sin ansia de atraques ni de comercios,
la carga me parecía inútil.
Pero continuaba viajando,
conociendo el valor de la nave,
conociendo el valor que transportaba..."

5.3.11

Una lágrima atrapada en la pestaña

Hace más de un mes que empezó y desde entonces sucede casi cada noche.

Esta semana he vuelto a soñar con un mundo sin sol y a la intemperie. La arrogancia y los escrúpulos –que también son los míos– iban en un barco y querían bajar a tierra firme, allí donde estamos amenazados por la pérdida de sentido común. Seguí soñando con los niños de la guerra, niños de una guerra que siempre es la misma y de una ciudad que es bombardeada todos los días y donde también había héroes y traidores, hombres y mujeres valientes. Quise despertar pero no pude, me hundía en el mismo sueño y lloraba. También yo era un niño y quería apagar mis sentidos, borrar todo instante que fue la última oportunidad para cruzar una puerta, embarcarse y amar.

Luego me despierto con una lágrima atrapada en las pestañas.

Por eso duermo tan poco.

15.2.11

El juego de la paz

Hay lecturas que descansan en la trastienda del corazón durante mucho tiempo. La guerra más cruel de Arkadi Babchenko es una de ellas. Escribió este libro porque no podía llevar la guerra dentro. Este relato es una joya que llena silencios de todo y donde un soldado toca el corazón evocando, entre otras cosas, un piso y la singular compañía de una mujer en medio la crudeza incompresible de la guerra y el infinito desamparo.

El piso

En Grozni tenía un piso. De hecho, tenía muchos en aquella ciudad: lujosos, modestos, algunos con muebles de caoba, otros totalmente destruidos, grandes, pequeños; en fin, pisos de todo tipo. Aunque éste era especial para mí.

Lo encontré en el distrito número I, en un edificio amarillo de cinco plantas. Las llaves pendían de la puerta, forrada de piel barata de imitación. Los propietarios las habían dejado allí, como diciendo: “Pasen, pero no lo destrocen, por favor”.

No era lujoso, pero estaba en perfecto estado. Se notaba que hasta hacía bien poco había estado habitado; seguramente los propietarios habían huido antes del asalto a Grozni. Era muy confortable y tranquilo, y dentro de él tenía la sensación de que no hubiera guerra. Contaba con un mobiliario sencillo, algunos libros, las paredes forradas con empapelado viejo, alfombras. Estaba muy ordenado y no lo habían saqueado. Incluso los cristales de las ventanas estaban enteros.

El día que lo encontré no llegué a entrar. Cuando volví a mi pelotón, no le hablé a ningún compañero sobre el hallazgo, porque no quería que nadie metiera sus manos en aquella parcela de paz ni revolviera los armarios, curioseara las fotografías o rebuscara en los cajones. Tampoco quería que nadie pisoteara los objetos con sus botas, tratara de encender la estufa o destrozara el parqué para obtener leña.

Era un remanso de paz, un pedazo de aquella vida tranquila y serena que tanto añoraba. Una vida en la que no había guerra, tan sólo la familia, la mujer amada, las conversaciones a la hora de cenar, los planes de futuro… Era mi piso, sólo mío, mi hogar.

Un día inventé un juego. Al atardecer, cuando empezaba a oscurecer, llegaba del trabajo a casa, abría la puerta ‒¡si supierais lo feliz que me hacía abrir mi piso con mis llaves!‒, entraba y me dejaba caer en el sillón. Echaba la cabeza atrás, encendía un cigarrillo y cerraba los ojos…

…Ella se acercaba, se acurrucaba en mis rodillas y, con dulzura, apoyaba su cabecita sobre mi pecho.

‒¿Dónde has estado todo este tiempo, cariño? Te he estado esperando.
‒Perdona, me he entretenido en el trabajo.
‒¿Has tenido un mal día?
‒Sí, hoy he matado a dos.
‒¡Bien hecho! Estoy muy orgullosa de ti. ‒Me daba un sonoro beso en la mejilla y me acariciaba‒. ¡Cielos! ¿Qué te pasa en las manos? ¿Es del frío? ‒decía mientras apoyaba su pequeña mano de piel fina y perfumada sobre mis zarpas, ásperas, sucias, agrietadas y ensangrentadas.
‒Sí, es del frío y del barro. Pero no es nada, sólo un eccema, ya se me pasará.
‒No me gusta nada tu trabajo. Tengo miedo, ¡vayámonos de aquí!
‒Nos iremos sin falta, querida, pero aguanta un poco. Cuando hayamos cumplido nuestra misión en el distrito número 9 y me licencia nos iremos, pero espera un poco más.

Ella se levantaba e iba a la cocina, caminando con suaves pasos sobre la alfombra.

‒¡Ve a lavarte las manos! Vamos a cenar, he preparada borsch. Es auténtico, no como aquel brebaje crudo que os dan en el trabajo. Hay agua en el baño, la he traído del surtidor. Se ha congelado, pero la podemos derretir, ¿no?
Después servía el borsch, me acercaba el plato y se sentaba enfrente de mí.
‒¿Y tú?
‒Ya he comido antes. Anda, empieza. Pero ¡quítate el cinturón de granadas, tontito! ‒se reía sonoramente, como una campanita‒. ¡Las estás metiendo en la sopa! Dámelas, las pondré en el alféizar. ¡Dios mío, qué sucias están! ¿No te da vergüenza?

Las cogía, las limpiaba con un trapo y las dejaba sobre el alféizar.

‒Por cierto cariño, hoy he limpiado también tu lanzacohetes, el que está junto al armario; estaba lleno de polvo. ¿No te enfadas? Pensaba que igual me regañarías… Me da un medio: mientras lo limpiaba, pensaba: «¿Y si me dispara?» ¿Te lo vas a llevar al trabajo? ¡Guardémoslo en el trastero!
‒Tranquila, me lo llevaré hoy. Quizá lo necesite esta noche, cuando me cruce con alguno de los francotiradores.
‒¿Te marchas ya?
‒Sí, he venido sólo un momento.

Se me acercaba, me rodeaba el cuello con los brazos y se apretaba contra mí.

‒Vuelve pronto, te estaré esperando. Ten mucho cuidado con los disparos.

Me abrochaba bien los correajes y descubría un pequeño agujero en el hombro de mi camisa.

‒Cuando vuelvas, te la coseré. ‒Me besaba‒. Bueno, vete, que vas a llegar tarde. Ten mucho cuidado… Te quiero.

De repente, abría los ojos y me quedaba un rato sentado sin moverme. Me sentía totalmente vacío. La ceniza del cigarrillo había caído sobre la alfombra. Me invadía una sensación de melancolía, pero a la vez estaba feliz, como si en realidad todo aquello hubiera ocurrido…

Iba a aquel piso continuamente, cada día, y repetía una y otra vez mi juego, el «juego de la paz». Lo sé, era un poco retorcido con aquello de las granadas en el trastero y todo eso, pero ¿qué más daba?

Al cabo de un tiempo, cuando nos disponíamos a abandonar la ciudad para seguir avanzando, pasé por el piso por última vez. Me quedé de pie en el umbral y, con cuidad, cerré la puerta.

Las llaves, las dejé puestas.

13.12.10

El café de cristal

‒Qué tontos que somos los humanos muchacho, quiero pedirte que por más loca que esté, no me dejes hacer esas idioteces. ¡Y que si el que amo no quiere estar conmigo, siga intentando construir otro amor y no tirarme al primer colchón del conformismo! ‒dijo ella‒.

‒Ojalá tuviera ahora una espada pirata. Me haría una pequeña herida con sangre, con algo de vida. La cicatriz siempre me recordará que no te deje hacer semejantes cosas. Lo intentaré, te lo aseguro. Y espero que puedas guiarme como lo has hecho en muchos momentos y que cuando esté en una sombra, sigas mostrándome con el brazo estirado qué camino seguir ‒dijo él‒.

‒Trato hecho. Yo te mantendré en el carril de los sueños y tú a mi, y así seguiremos, infelices, desdichados e imprácticos, pero con nuestros ideales ‒añadió ella antes de que él soltara una carcajada.

‒Muchas veces he pensado que si no estuvieras ahí con tus sueños o si alguna vez renunciaras, me iba a sentir solo‒. Guardaron un leve silencio y ella, ingeniosa, amable y cómplice continuó con una voz meliflua que iba desgranando el hilo de una ilusión.

‒Yo también, por eso me encantó que me enviaras esa carta. En cierta forma, ninguno de los dos va a estar solo nunca.
‒Ya viste, si uno de los dos abandona, nos sentiremos perdidos.
‒Algo encontraremos para comunicarnos, quizás les robemos espacio a las nubes y nos escribamos ahí. Lo que extrañé en la ciudad cuando pasaba por allí, al lado de cabinas telefónicas y cafés acristalados, cuando estuve en la ciudad que pudo haber sido Buenos Aires, Madrid o Ciudad de México, eran las interminables conversaciones contigo, pero quédate tranquilo, nos las ingeniaremos para seguir unidos, aunque me devaste un huracán en Guatemala o termines en una aldea perdida de África‒. Él la miró serio y pensó que iría a poner un par de pétalos en la tierra roja. Sonaron risas y ella continuó:

‒Y si me ayudas a aprender los idiomas de África, iré a visitarte hasta allí. Y menos mal, si no muchas veces me sentiría la única loca en la tierra, persiguiendo cosas imposibles.

Ambos se miraron fijamente.

‒Bueno, ahí queda el compromiso. Ahora caminaremos más seguro ‒dijo él‒.
‒Trato hecho ‒dijo ella‒. Y al acabar de decirlo añadió‒. Y mira que hemos sobrevivido a tantos amores y desamores que se nos fueron. Ah, cuántos nombres habrán pasado por nuestras bocas.

Luego sonrieron los dos.

Texto anónimo. Apareció en una cafetería acristalada en el barrio de Monmartre, en París. Hay quien aseguró haber visto a una señorita joven que se hacía llamar la Maga y a un tipo extraño, alto y delgado, que pagó dos vinos tintos y un croissant. Encontraron la hoja arrancada. El camarero sólo afirmó que estuvieron ahí y que pasaban largos ratos en silencio, mirando a través del cristal.

6.12.10

Una mañana

Es lunes por la mañana en lo más frío del invierno. La montaña espera en la intimidad de sus espaldas. Pedro –un jardinero de mediana edad– está sentado en las escaleras que suben a nuestro departamento en una de esas casas de dos plantas que se extienden a lo largo de una avenida en forma de hileras individuales.

Hemos sorbido dos tazas de café tostado para evitar que los ojos se nos cerraran de nuevo. Pedro acaba de fumarse un cigarrillo sentado en las escaleras y ahora mira a lo lejos, más allá de la arboleda, con las manos unidas ante la cara como un puente y el humo opaco de las chimeneas en el frío. El cielo gris está abierto sobre nosotros y el jardinero marca con sus ojos el tiempo desde los tejados.

‒Quiero que llegue el miércoles ‒me dice‒.
‒No queda nada, Pedro ‒respondo‒.
‒Hasta que no tenga el coche no voy a estar tranquilo ‒añade dando las últimas caladas‒.

A los pocos segundos Pedro arrugó la frente como si buscase una expresión y dijo algo de que el aburrimiento se ha apoderado del hombre. No lo dijo con estas mismas palabras, pero da igual. Luego se quedó inmóvil mirando otra vez hacia los tejados. Sé a qué se refería cuando habló del aburrimiento. Yo guardé silencio. Siempre me ha gustado el silencio. A veces es lo mejor que sé hacer. Le di una palmada en la espalda y pensé lo cerca del abismo que lo he conocido manteniéndose allí, en el aquí y ahora, sin nada. Perseguido, sufriendo en silencio y con la soledad que aplasta como si el propio mundo se perdiera ante la neblina del amanecer de todos los días. Porque cada día después de comer sobrevenían las horas más difíciles, aquellas en que la mayoría de las personas sucumben. Él repetía el café, fumaba, hojeaba por centésima vez el televisor y fumaba de nuevo.

Después Pedro se ha ido y yo he regresado a mi habitación. Llevaba varias horas despierto. Fui a sentarme otra vez en la cama y me puse a ordenar papeles, apuntes y libros. Transcribí diez minutos de la presentación de libro de Roberto Valencia que tuvo lugar la semana pasada en la biblioteca Francesca Bonnemaison. Luego, antes de continuar con mi tesis sobre el mantenimiento de aerogeneradores, he pasado el aspirador y hecho la cama colocando ‒esta vez sí‒ un colchón a modo de dos pisos como la casa en que vivimos. Mi cama es pequeña pero ahora es ligeramente más alta y cálida para sentarse y leer y tal vez descansar en un remanso de paz, un pedazo de aquella vida compartida, tranquila y serena que uno tanto añora; más alta y cálida para escuchar música y observar al otro lado del vidrio la montaña mágica que tanto me fascina.

He abierto las amplias ventanas nubladas del salón y he aguantado inmóvil, recibiendo un golpe de aire frío y necesario antes de beber otra taza de café con su aroma desvaneciéndose en lo más frío de esta mañana. Reconforta, eso lo sé seguro.

Al cabo de una hora Pedro ha regresado. Traía una amplia sonrisa al departamento que compartimos en una avenida, como ya he dicho, llena de casas en forma de hileras individuales que discurren a las afueras de un pueblo solitario.

La sonrisa del jardinero, como un inesperado regalo, es hoy lo más importante.