18.11.09

A veces...

A veces no me gusta estar solo.

Después de cenar todos se han ido a sus habitaciones y yo he regresado a la mía. No tenía sueño y al cabo de una hora he salido afuera, donde se amontonan preguntas, a sentarme en las escaleras junto al comedor. El sol se había puesto hacía rato, quedaban dos horas para la medianoche y la luna esperaba arriba, en lo alto, grande y púrpura en un cielo sin nubes. En cierto modo era hermoso. Permanecí sentado en las escaleras del comedor, en el aquí y ahora, sin decir nada, sin pensar nada, sin mover un pie ni un brazo por simple acomodación, tal vez como dos planetas que siguen rutas distintas, como dos manos humanas que se despiden alejándose de los bordes dentados y engrasados de un engranaje, creyendo que todo se hace a lo fácil, a máquina, sin latidos, y sin embargo, nada estaba a mi alcance de ningún modo por lo que no tenía mucho sentido seguir ahí. Como un intruso me levanté y caminé despacio por el suelo de baldosas rodeando la enfermería, acariciando los talleres y el comedor hasta mi habitación. Sólo quedaba el guarda en la sombra con su kalaschnikov, algunas luces y un murmullo que trepaba por las altas ventanas del dormitorio de los chicos.

Me preguntaba si en nuestro mundo, que de tan insensibles olvidamos la dignidad de las personas, donde pensar de modo tan distinto es a veces tan severamente juzgado, tienen sitio personas como éstas, y si en definitiva, no es mejor abandonarse al «no poder », al «no querer saber», al pasar páginas «sin compasión».

A veces me gusta estar solo.

PD: es el fragmento de un texto que escribí hace un tiempo tras compartir la vida en el centro de acogida Don Bosco para niños de la calle, en Infulene, Maputo.