Empiezo a sollozar en un silencio totalmente elocuente. Al otro lado de la ventana hay un runrún, miro y sin embargo todo está callado y parece tarde y huele tarde. Mi pavor aumenta por momentos. Me hago preguntas. ¿Por qué la mayor parte de las caras de la gente parecen tan agobiadas o inexpresivas o amargas?
Anoche, mientras cenábamos, tuve la extravagante idea de proponer a papá y mamá deshacernos de la televisión. Sólo lo pasaremos mal una semana, dije. Luego no la echaremos de menos y estaremos en paz, añadí en un intento futil por convencerlos.

Ya en los años 30 Rudolf Arnheim, gran teórico de la cultura, advirtió de que la televisión iba a ser una de las pruebas más rigurosas para nuestro conocimiento. Nos alertaba de que la televisión podrá enriquecer nuestras mentes pero también podrá aletargarlas. «El ser humano confundirá al mundo tal como lo perciben sus sensaciones con el mundo interpretado por el pensamiento, y creerá que ver es comprender» escribió en su libro Film as Art. ¿Por qué hemos permitido que la televisión se convierta, dentro de la sociedad moderna, en uno de los instrumentos más poderosos de formación y socialización de las personas? ¿Por qué hemos permitido que sustituyan en buena parte a la familia, la escuela o la Iglesia como instancia de creación y transmisión de la cultura? ¿Por qué hemos permitido que sea una gran fábrica de consumo social y de alienación masiva?
Era lógico que papá y mamá no me tomaron en serio, pero estar en paz era algo que de verdad creía.