4.12.09

Leamos a Roberto Bolaño

Permanecí en la reunión una hora, calculo. En el bolsillo izquierdo de la zamarra, qué digo zamarra, en mi marinera tenía el teléfono y tenía una piedra en el pecho, por así decirlo. Tenía frío en las manos y al mismo tiempo tenía como ganas de que todo pasara rápido. Al salir de la reunión sé que seguí caminando, abriéndome paso entre las calles sin prestar demasiada atención a las huellas que iban quedando de mis pasos. Luego, algo sofocado, relajé la marcha y me detuve bajo la luz de una farola iluminada, fiel reflejo de esa noche violácea cuando el sol se apaga y no deja de llover. En una noche así se iba sumiendo Pamplona. Quería encender un cigarrillo y seguir caminando en dirección al número dieciséis de la calle Tudela. Aquella noche tenía que llegar hasta la librería Auzolan. Vámonos, rápido, me dije.

La gente ya estaba sentada en el fondo de la librería cuando llegué. Después de intercambiar unas palabras con un fotógrafo que me ofreció un lugar, me senté en una sillita de madera y vi cómo el escritor y crítico literario Roberto Valencia hablaba y la gente escuchaba, les hablaba sin moverse de su sitio, ensoñado en un punto impreciso más allá de la salita, moviendo la cabeza varias veces, a su manera, navegando por el mundo clarísimo e inabarcable de Roberto Bolaño y su literatura.

'¿Por qué debemos leer a Roberto Bolaño?' llevaba por título el encuentro que con las últimas luces del martes organizó el Foro Auzolan de la mano de Roberto Valencia. Un espacio que quiere arrojar luz a las ideas y a las emociones, a los discursos que vuelcan los libros sobre nosotros, a menudo jóvenes lectores de inocente entusiasmo. Porque el lector muchas veces nada sospecha y se entrega sin miedo y finge ver una silueta, creo yo, sólo una silueta o una historia que cuenta algo y que por momentos uno cree comprender en un rincón de su trastero, como si cada libro leído descansara en el trastero. Y como explicó en la radio Roberto Valencia hace varias semanas: “Esa necesidad normalmente permanece escondida porque no existen ni foros ni círculos, o existen muy pocos, en los que personas cualificadas puedan guiarnos en ese intercambio de ideas que el libro genera en nosotros”.

Más que nada escuchábamos y respirábamos. Roberto Valencia seguía hablando con su voz despreocupada navegando por la literatura de Roberto Bolaño en un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, recorriendo la vida de Bolaño y el continente de unas letras que yo había captado mal o que de plano no había entendido.


¿Por qué hay que leer a Roberto Bolaño? Más allá de que evoque soledades, melancolía y carnicerías, y de que su largo y ancho viaje entre de lleno en el Mal, con mayúscula, hay una serie de razones a las que apuntó Roberto Valencia que a continuación citaré tal y como él explicó:

1ª Razones literarias: Bolaño es, o el último escritor del 'Boom' o el primer escritor que reniega del 'Boom', toda aquella narrativa latinoamericana que renovó profundamente la literatura en castellano y que abrió todo un continente a una nueva dimensión literaria. Bolaño es el primer escritor que planta un punto y aparte, y empieza escribir una novela realista, profundamente metropolitana, una novela que no está forzosamente planteada en Latinoamérica.

2ª Razones políticas: Bolaño aborda el tema de la necrosis política de cierta parte de Latinoamérica, es decir, todo el tema de las dictaduras y la impugnación de derechos civiles, y lo hace sin ninguna concesión a la literatura maravillosa, a la literatura bonita. Cuando Bolaño nos habla de un dictador, nos habla desde la crudeza que deberíamos exigir a la literatura. No le añade florituras, no le añade sabor tropical, no le añade entornos maravillosos y nostálgicos.

3ª Razones estructurales: Bolaño echa por tierra un montón de los cánones literarios de la novela actual no sólo en Latinoamérica, sino de todo el mundo, y varias de sus novelas no tienen final. Son novelas muy poco decimonónicas que plantean de una manera brutal qué es la novela, qué unidad interna tiene que tener la novela en un tiempo en el que la literatura se ha adocenado, se ha convertido en algo previsible con unas formas muy estandarizadas.

4ª Razones biográficas: La vida de Bolaño logra captar la imaginación y la curiosidad del lector. Enseguida nos sentimos impresionados.

5ª Razones de estilo: El estilo de Bolaño es arisco, difícil, crudo, doloroso. ¿Qué es una escritura de calidad?, le preguntaron una vez. Bolaño respondió: “Pues, lo que siempre ha sido. Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura, básicamente, es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio, a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere y los libros y los amigos y la comida”. Bolaño está más del lado de quienes utilizan la literatura como un modo de conocimiento, pese a quien pese y duela a quien duela.

6ª Razones generacionales: Como hemos dicho antes, Bolaño escapa de las coordenadas que trabajaron magistralmente García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, etc.

7ª Razones vitales
: Bolaño escenifica en su propia vida el compromiso vital entre la vida y el arte. No ceder un paso atrás cuando uno lo que tiene es un proyecto vital literario, y cuando uno lo que quiere es realizar una obra y dárnosla a nosotros como lectores. A Bolaño le surgieron bastantes posibilidades de mejorar su modo de vida. Vivir en la calle, en una casa que no tenía mesa o escribir en el suelo tuvo que ser doloroso para él. Las tentaciones de renunciar a eso e insertarse en una vida laboral más cómoda fueron frecuentes. Sin embargo, él tuvo claro que si trabajaba unos pocos meses al año ya sea como vigilante de camping o como limpia-platos, era realmente para pagar los grandes espacios de vacío y poder escribir aunque fuera en unas condiciones vitales duras.

Luego Roberto Valencia se adentró en los temas del autor chileno dejando traslucir el tema central (poco abordado en la literatura contemporánea) del Mal como un cuento corto de terror, algo sobre lo que intentaré escribir, algún día, si es que soy capaz.

Terminó el encuentro. La luna menguante se instalaba entre la lluvia y yo volví a casa deslizando pasos raudos por las calles de Pamplona, calles que se suceden una a otra y poco a poco, ordenadamente.

29.11.09

La Alameda (o la pérdida)

Caminaba cabizbajo por la Alameda y Lucio creía que sí era un buen poeta. Rosa nunca se lo dijo, aunque sí lo pensaba. Le daba vergüenza afirmarlo, sentirse desnuda como se sentía, débil ante el torrente de una vida que imaginaba en hijos y un modesto apartamento en la playa. A su manera mantenía un estoicismo que nadie que lo cruzase adivinaría, y que ni siquiera, por muchos cenáculos literarios que hubieran frecuentado a lo largo de sus vidas, serían capaces de imaginar. Caminaba cabizbajo y cegado por la brillantina de una luna de plata que siempre, al anochecer, degüella los días. En eso pensaba e insistía con una rudeza ajena a un adolescente. La alta barda que caía a un lado proyectaba una sombra sobre el sombrero que portaba con arrojada sentencia. Lucio se veía un poeta solemne que claudicaba ante todos.

Los médicos fueron francos con él. Rosa apenas hubiera aguantado una hora, unos minutos no más. Los médicos fueron escuetos y claros como deben ser. La policía no detuvo al asesino hasta pasados dos años cuando otra jovencita apareció degollada. Lucio pensó en el paseo que dio por la Alameda esos días más otoñales que nunca tres años atrás. Rosa tenía diecinueve años y él justo cumplía veintidós. Tenía una novela, su primera, a medio terminar. Rosa la leía y le sonreía cada vez que se miraban. No era una buena correctora. Siempre le decía «Me encanta pirata». «Gracias nena» le decía Lucio. Rosa le quería y Lucio lo sabía, y el poeta fracasado y la Rosita, como él la llamaba, tomaban champán y hacían el amor después de esas inmensas tardes a la vera de las olas en la playa de San Andrés rodeados de manuscritos sucios y mojados (con los poemas bañados en el mar salado) que ambos hundían hechos pedazos en montañas y castillos de arena. A Lucio le complacía la tenacidad con que la Rosita procuraba entender lo que escribía, como el poema en honor a Bolaño y los valientes con Billy the Kid descerrajando balazos de aquí para allá. «Es un esterpanto» decía Rosa. «Esperpento mi nena» decía Lucio.


Rosa avanzó varios pasos y de puntillas asomó la cabeza. En la fuente del parque unas llamas la hicieron sacudirse. Una risa brotó de la oscuridad y henchida con la diligencia de quien retuvo la valentía inocente de tantos poetas (y aquí, cuando Bolaño reprodujo el cruel asesinato en las dependencias de la comisaría del Distrito V con el detective Arturo Belano, Lucio imaginó a la Rosita pensando en él y no pudo reprimir un puñetazo sobre la mesa. La agonía del poeta que camufla el dolor. Se dio lástima y miró al techo de luces de neón evitando que algunas lágrimas entre millones que le sangraban por dentro encontrasen una salida al exterior del mundo, insultando a la fea dama que apresa jovencitas como Rosa y todas las... ¿Pero quién es valiente ante la muerte?) introdujo el libro de poemas de Lucio por el agujero de la bolsa y marchó heroica hacia el misterio. Sus labios grises estaban encorvados; acaso predijeron la escena; la película en formato de ocho milímetros; poema fugaz y sincero de toda una vida al lado de Lucio, del poeta valiente, exiliado al fracaso y a la pérdida sin trabajo ni nómina, ni sueldo ni seguridad social; ahora exiliado eternamente de la Rosita que yacía hundida en los tentáculos cárdenos de la bella dama.

«Una nueva carcajada la debió atacar de golpe» dijo Arturo Belano apurando el último cigarrillo. «Cierto, la Rosita no se hubiera dado la vuelta y la navaja no hubiera acertado en el...» Lucio se calló y sintió a la bella dama que brota sigilosa purgando sueños y fantasías de cualquier joven que espera satisfecho, seguro de su existencia y de su vida y ajeno al filo de la navaja rutilante que destella sorpresa y sumisión. El rostro de la joven se mantuvo incólume. Cerró los ojos y retrocedió dos pasitos para caer sentada de cuclillas mientras varios rayos de sol despuntaban tratando de atravesar el cielo encapotado del que brotaban los astros de un desierto negro que partía del horizonte, del final del cielo y de la tierra, y que Rosa seguía recordando con cada vez más dilatados ojos, agonizando en ese charco helado color de rojo.

Lucio hizo un gesto ecléctico: entre resignado y valeroso. Por lo menos ha aparecido el asesino, pensaba. «La pista del último cadáver nos llevó directos a él» dijo Bolaño. «Por eso te llamamos cuando lo apresamos esta mañana» dijo Arturo. Tomaron un taxi en la parada más próxima a la comisaría y Lucio y los dos detectives se dirigieron a la Alameda. Una vez que llegaron Lucio les dio un apretón de manos y la única foto que tenía de Rosa (ambos abrazados y Lucio dando la espalda a la cámara, sumido en el paisaje del mar azul; Rosa apoyada en su hombro mirando al fotógrafo desconocido) en la playa de San Andrés. «No se si el regusto amargo de la pérdida se asienta mejor de golpe» dijo Lucio. «Entonces quédate la foto» dijo Bolaño.

25.11.09

Maneras de huir

Ya veis, vuelvo al librito Confesión de Lev Tolstoi que terminé anoche.

He leído y releído ciertos capítulos dos y hasta tres veces. Muchas páginas me bailan en la cabeza. En el capítulo VII, al no encontrar explicación al sentido de la vida en la ciencia, la verdad chica, Lev decide indagar en la gente que le rodea, les observa, ve cómo viven y cómo abren o entrecierran los párpados ante la pregunta que le condujo a la desesperación. Descubre cuatro maneras, cuatro 'estilos de vida' para no pensar, para huir de la pregunta.
1. La primera dice que la ignorancia es la salida. Sin embargo Lev rechaza este postulado y pasa de largo mirando por el rabillo del ojo, riendo para sí. «Uno no puede dejar de saber lo que ya sabe» dice.

2. La segunda de las maneras plantea lo siguiente: ¡Cerrad los ojos y disfrutad de cuantos bienes llegan a vuestras vidas, manos y cuerpos! ¡Come! ¡Bebe! ¡Fornica! ¡Goza todos los días de tu vida vanidosa! Una vez más Lev gira el rostro, observa e imagina, digo yo, a Sócrates encima de su cabeza. Piensa con tristeza: ¡Estúpidos! ¿Hasta aquí nos ha conducido el «progreso»? «Yo no puedo imitar a esa gente, puesto que no tengo falta de imaginación y no puedo fingir que la tengo» dice Lev.

3. Esta pasa por tenerlos bien puestos y, una vez que has descubierto la vida como mal y pura absurdidad, esperar la catarsis de una bala en la sien o la soga en el cuello. Comprenderlo y sucidarse, vaya. «Sólo actúan así personas que son fuertes y consecuentes» dice Lev. Y a propósito del sucidio, escribe Arcadi que en Barcelona la mayoría de los jóvenes que mueren, decide morir a causa de su voluntad.

4. La última de las maneras pasa por ser débiles, bajarse los pantalones y esconderse de la broma (estúpida) hasta que pase algo. Esperar y esperar, y mientras tanto vivir. En esta situación estaba Lev.

Así que me he pasado varios días colgando etiquetas a la gente con esto de las maneras y/o estilos. Lo bueno es que, más tarde, en las páginas 72, 73, 77 y 83, Lev intuye errores y equivocaciones en su razonamiento.

Pude imaginarlo en su escritorio, secándose el sudor y atusándose la barba, pensativo, dándole forma, entre suspiros pausados, a algo que no pudo llamar de otro modo que «conciencia de la vida».

A partir de ahí hay más esperanza, o fe.

23.11.09

Tolstoi y el progreso

Así, durante mi estancia en París, la visión de una ejecución me reveló la precariedad de mi creencia en el progreso. Cuando vi desprenderse la cabeza del cuerpo y los oí caer por separado dentro de la caja, comprendí, no con la inteligencia sino con todo mi ser, que ninguna teoría de la racionalidad de la existencia y del progreso podía justificar un acto semejante, y que aun cuando todos los hombres desde la creación del mundo, hubieran creído conforme a cualquier teoría que algo así era necesario, yo sabía que era innecesario y equivocado, y por tanto los juicios sobre lo que era bueno y necesario no debían basarse en lo que otros decían y hacían, ni tampoco en el progreso, sino en mi propio corazón.


Fragmento de libro Confesión de Tolstoi, donde emprende una búsqueda desesperada (pero cabal) del sentido de la vida. Como un pájaro caído del nido Tolstoi no sabía qué quería de la vida, pero al mismo tiempo esperaba algo de ella. (¿El qué? Leed el libro). En dicho extracto cuestiona la creencia del «progreso», superstición tan extendida que es el disfraz de la gente ante la incomprensión de la vida.

19.11.09

Una imagen de París

Como todos los miércoles anoche fui a ver a mi abuela y mientras daba los últimos sorbos a una taza de manzanilla hablamos de la familia, los bisnietos, la vida y los piratas. Me confesó que no puede salir a pasear todo lo que ella quisiera. Luego asintió al aire sonriendo con la mirada brillante, todavía azul, que conserva lucidez y años a la espalda.'¿Vas a ir a París?' preguntó.

Y a lo que iba. Cuando hizo la pregunta recordé el único y fugaz viaje que me llevó allí cuando la noche se hundía sobre el barrio de Monmartre, exactamente en un Boulevard cuyo nombre he olvidado. Una de las ilusiones que tenía al llegar a París, mi primera vez, era caminar el piso del barrio de Amelie, sí, el de la película, y adentrarme a través de sus callejuelas repletas de cafés acristalados y gente ensimismada en la contemplación de cientos de comercios que abarrotan cada acera.

Me gusta viajar solo, esperar en los aeropuertos, entrar en Cafés de ferrocarril que olvidaron la estética propia de las estaciones de antaño como la de Valladolid, por ejemplo. Me gusta viajar y vagar sin planes concretos, alejarme de todo y observar sin que nadie rompa un silencio interior que de algún modo es el mismo silencio con que observábamos las cosas de pequeños. Entonces nos movíamos por impulsos instantáneos. Hoy en día no sé cuánto de eso se ha perdido. Palabras magnéticas en nuestros oídos, carnavales de colores en nuestros ojos. Ilusiones indescifrables con apenas un gesto, una mirada o el reflejo de alguien. Éramos quebrantables y sin embargo soñábamos. Hoy somos igualmente quebrantables pero ya no soñamos.

Y si hay una imagen que no puedo olvidar es la que encuadré con el objetivo de la cámara sin llegar a disparar. Era una banda de cuatro vagabundos que miraban con ojos de locomotora, como las abandonadas en viejas estaciones que de noche sueñan con chupar carbón como en los viejos tiempos de amor absoluto, soñando con volver a recorrer sobre puentes y huellas luminosas la senda de raíles oxidados. Pero nada de eso, de hecho, mientras imaginaba la historia de ese rectángulo invadido por el ojo analógico ya era demasiado tarde y los cuatro descansaban entre humo de cigarrillo y cartones de vino en un banco de madera contiguo a la Catedral de Nuestra Señora.

Aquellos hombres estaban solos. Es más, hubieran pasado desapercibidos si no llega a ser por cientos de palomas grises que levantaban vuelos acrobáticos como los Spitfire de la 2ª Guerra Mundial, antes de ser abatidos por tormentas de artillería, e incluso trepaban por los brazos trenzando piruetas con tal de cazar una migaja de pan en la ciudad de la luz.

Luego volví sobre mí, acompañé a mi abuela a la salita y disertamos en torno a la política sin llegar a conclusión alguna. Aún quedan imágenes y vida por delante, pensé. Para ella y para mí.

18.11.09

A veces...

A veces no me gusta estar solo.

Después de cenar todos se han ido a sus habitaciones y yo he regresado a la mía. No tenía sueño y al cabo de una hora he salido afuera, donde se amontonan preguntas, a sentarme en las escaleras junto al comedor. El sol se había puesto hacía rato, quedaban dos horas para la medianoche y la luna esperaba arriba, en lo alto, grande y púrpura en un cielo sin nubes. En cierto modo era hermoso. Permanecí sentado en las escaleras del comedor, en el aquí y ahora, sin decir nada, sin pensar nada, sin mover un pie ni un brazo por simple acomodación, tal vez como dos planetas que siguen rutas distintas, como dos manos humanas que se despiden alejándose de los bordes dentados y engrasados de un engranaje, creyendo que todo se hace a lo fácil, a máquina, sin latidos, y sin embargo, nada estaba a mi alcance de ningún modo por lo que no tenía mucho sentido seguir ahí. Como un intruso me levanté y caminé despacio por el suelo de baldosas rodeando la enfermería, acariciando los talleres y el comedor hasta mi habitación. Sólo quedaba el guarda en la sombra con su kalaschnikov, algunas luces y un murmullo que trepaba por las altas ventanas del dormitorio de los chicos.

Me preguntaba si en nuestro mundo, que de tan insensibles olvidamos la dignidad de las personas, donde pensar de modo tan distinto es a veces tan severamente juzgado, tienen sitio personas como éstas, y si en definitiva, no es mejor abandonarse al «no poder », al «no querer saber», al pasar páginas «sin compasión».

A veces me gusta estar solo.

PD: es el fragmento de un texto que escribí hace un tiempo tras compartir la vida en el centro de acogida Don Bosco para niños de la calle, en Infulene, Maputo.

12.11.09

el Tiempo

Desde que la conocí me pasaba los días cautivo en el único bar de la ciudad. No era nada que mereciera el placer pero el tiempo anidaba y yo carecía de compromisos laborales. Era un recién licenciado en una carrera de ciencias y había optado por el camino de la lanza libre, fácil y directo pero quebradizo. Llevaba a cuestas, entre otras cosas, un viejo reproductor de cedés y dentro, regulando el corazón cual gramola, sonaba A thousand Kisses Deep de Chris Botti y su mágica trompeta. A veces leía algo, otras tomaba té con medialunas y casi siempre me divertía observar a la gente cuando empujaban la puerta y el batiente, de madera y hierro, hacía sonar una campanilla que resonaba por todo el local.



Entonces, cuando llegó el día volviéndose corto el calendario, fui a buscarla y nos dirigimos en taxi al aeropuerto. Volamos catorce horas antes de aterrizar en un país lejano. Al llegar supe que a ella le gustaban los sitios cómodos pero allí no había un lugar así a donde ir. Caminamos desde la pista de los aviones en busca del bazar central, ella y yo, decididos a celebrar el encuentro después de tanta ausencia. Ella vestía un shalwar kameez que le iba como la seda.

—He traído el vestido nuevo para que lo veas —dijo.
—Estás guapísima —dije yo. Y lo pensaba de verdad.

Me entraron ganas de contarle historias de este país y de su gente que, como alguien decía, se encuentran entre los más extraordinarios de la Tierra. La cogí de la mano, la llevé hasta un patio y dije:

—Toma.
Ella no lo comprendió bien del todo.
—Es un regalo —aclaré.
—¿Para quién?
—Para tí.
—Estás loco.

Nos abrazamos como dos chiquillos. El regalo consistía en un pequeño corazón de madera, tallado con habilidad mística, que al girarlo sobre uno de sus ejes dibujaba un cruz. Un día, hace pocos meses, el azar me había hecho darme de bruces con el viejo boceto que guardaba en uno de mis libros, y más tarde había encontrado en la ciudad al artesano capaz de construir aquello que yo había sido incapaz, perdida la paciencia, semanas atrás.

Llegamos a una plaza enorme. En medio del caos estaba el Gran Mausoleo que domina el bazar central, a donde millares de hombres y mujeres todavía acuden para rezar y presentar sus respetos. El hombre a quien está dedicado debió ser el fundador de la nación.

Todo era un paisaje de agujeros de piedra acribillados por la artillería. En las calles había quien rezaba, quien leía y quien alienaba objetos poniéndolos en orden, para vender. Luego empleamos un buen rato en buscar alguna calle tranquila y nos topamos con un pequeño restaurante que ofrecía tés variados y un buen puré. Ella no había comido en un restaurante así en su vida. Empujé la puerta y el lugar estaba vacío. El camarero, un hombre alto y de buena complexión, de barba corta y rojiza, con la cabeza cubierta por un sombrero blanco, nos recibió con una amplia sonrisa que luego torció en una mueca de circunspección. Nos miró a los dos y dijo que, de hecho, los forasteros no van nunca al restaurante.

Después de comer caminamos lentamente respirando silencio, el último regalo cuando no hay palabras. Fuera la ciudad había desaparecido tragada por la nube de arena. Las farolas iluminadas parecían circular como los ojos encendidos de los automóviles. Ella comenzó a decir algo haciendo que aquel momento y aquella cercanía duraran.

—Las cosas todavía tienen una razón y las palabras todavía señalan las cosas —dijo despacio, como sin querer.

¿Qué se supone que quiso decir? Aún le doy vueltas al asunto. El caso es que aquél día, detrás de la nube de arena lucía un hermoso sol difuminado y el hecho de ir caminando por aquél lejano país, con ella al lado, fortalecía la idea de que nosotros somos el Tiempo, sin antes ni después, y de que estamos hechos para algo mejor que el desarraigo.

9.11.09

Mortales que fingen ser eternos

Cuando tenía trece años y volví de la escuela mi madre me dijo: «Corre al cuarto a ver lo que te han traído».

En el cuarto había un gran sobre amarillo. Estaba apoyado sobre la silla. Yo nunca les había dicho a mis padres que pasaba los días en la escuela tramando habitar planetas y estrellas, alejándome de las penas naturales. Mi madre lo dejó en el cuarto para darme una sorpresa. Así que no tuve más remedio que alegrarme muchísimo y correr con todas mis fuerzas por el pasillo. El sobre venía desde Houston, donde está el cuartel general de la agencia norteamericana del espacio. Quiero decir, el remite dejaba bien claro quién lo enviaba: la NASA.

Era un sobre amarillo y grande. Al principio no sabía qué hacer, si abrirlo rápidamente o contemplarlo lleno de emoción delante de mi madre que estaba apartada mirándome bajo el vano de la puerta con la cabeza gacha y la nariz rozándole las rodillas.

Uno puede querer mucho una cosa. Luego pasan los años, va y se olvida. O quiere mucho otra cosa, o ya no quiere nada y vive como si cada día fuera uno más. ¡Sólo uno más! Mortales que fingen ser eternos. Y eso me pasó a mí cuando cumplí catorce años y me olvidé de la carta y de ser astronauta.


Es difícil querer una cosa sin creer en ella, y alguna vez uno se ve tentado. Por ejemplo, muchas personas van a misa los domingos porque es un deber, dicen predicando sin mucha gana. Pero luego dan un mal paso y ellos sólo se aman a sí mismos; cambian la sonrisa por el desprecio, como si nada quisieran repartir. Entonces un áspero pensamiento me asfixia: ¡El amor no puede ser así!

Yo suelo ir a una iglesia de la compañía de Jesús donde (salvando por obvia la fe) el ingenio, el amor y el heroísmo son cimientos de su obra. Gracias a Dios el Padre jesuita es un hombre duro y valiente. Me recuerda a Clint Eastwood en su papel de El Extranjero en Infierno de Cobardes, aunque el vaquero del Oeste es un verdadero hijo de puta. El resto de personajes son miserables que destilan traición y cobardía, y se pudren en un pueblo de paisajes abrasados. Es por ello que El Extranjero ejecuta la venganza personal en una atmósfera de justicia poética. ¿No es antes preferible un mundo de canallas que uno de cobardes?

Si de algo estaba seguro varios años después, a pesar de haber vivido tan poco tiempo y tras abandonar la escalera a las estrellas, es que la gente debe rebelarse, tarde o temprano, en contra de la uniformidad y la indiferencia.

Eso hizo El Extranjero, que era un canalla pero tenía valor.

Y a eso hemos renunciado nosotros, hoy en día, en medio de una ingeniería social 'bienintencionada' que se levanta como erial de la muerte tibia, dejando escapar la necesidad urgente de emprender cualquier proeza con tal de ser indiferentes a la débil naturaleza de la justicia; con tal de sabernos vencidos y sin compasión.

7.11.09

Preguntas

Hay días en que uno se levanta haragán, recorre el pasillo hasta la cocina, abre un armario, toma con sigilo un vaso de cristal o una taza y la llena de café. Las más de las veces café del día pasado, amargo y duro, extinto de aroma y que sabe a rayos. En días así uno siente en el estómago una losa pesada, como un cuadrúpedo o toda una línea de cincuenta percherones forrados de hierro, con los fulanos encima dispuestos a usar el martillo y lo que hay detrás para prepararlo: decenas de caballos, sesenta o más palafreneros, castillos, tierras y siervos, remordimientos que no expían. Entonces uno se hace preguntas, o al menos lo intenta. ¿Esta Europa va a ser una casa o un mercado?

Empiezo a sollozar en un silencio totalmente elocuente. Al otro lado de la ventana hay un runrún, miro y sin embargo todo está callado y parece tarde y huele tarde. Mi pavor aumenta por momentos. Me hago preguntas. ¿Por qué la mayor parte de las caras de la gente parecen tan agobiadas o inexpresivas o amargas?

Anoche, mientras cenábamos, tuve la extravagante idea de proponer a papá y mamá deshacernos de la televisión. Sólo lo pasaremos mal una semana, dije. Luego no la echaremos de menos y estaremos en paz, añadí en un intento futil por convencerlos.


Ya en los años 30 Rudolf Arnheim, gran teórico de la cultura, advirtió de que la televisión iba a ser una de las pruebas más rigurosas para nuestro conocimiento. Nos alertaba de que la televisión podrá enriquecer nuestras mentes pero también podrá aletargarlas. «El ser humano confundirá al mundo tal como lo perciben sus sensaciones con el mundo interpretado por el pensamiento, y creerá que ver es comprender» escribió en su libro Film as Art. ¿Por qué hemos permitido que la televisión se convierta, dentro de la sociedad moderna, en uno de los instrumentos más poderosos de formación y socialización de las personas? ¿Por qué hemos permitido que sustituyan en buena parte a la familia, la escuela o la Iglesia como instancia de creación y transmisión de la cultura? ¿Por qué hemos permitido que sea una gran fábrica de consumo social y de alienación masiva?

Era lógico que papá y mamá no me tomaron en serio, pero estar en paz era algo que de verdad creía.

5.11.09

El arco de colores

El arco de colores era Infulene, un nido en los arrabales de Maputo. Allí, a finales de 1988, el día después del fin de dieciséis años de guerra civil, varias hermanas salesianas fueron en busca de un sueño que es el más atrevido, entregar amparo donde hay olvido, y enfrentadas al odio de los bravos, a ideologías con metralleta, a múltiples peripecias y persecuciones políticas, levantaron, hombro con hombro y piedra a piedra, el centro de acogida Don Bosco para niños de la calle. Hoy en día, con sus luces y sus sombras, como el corazón de una orden que no se da nunca por vencido, el lugar es también una escuela primaria de niños y niñas.

El complejo del centro de acogida lo forman diez edificaciones de una sola planta, todas separadas y construidas en un sólido estilo que recuerda al de los barracones militares y a la «Escuela Técnico Oficial», cercana a Kigali, en la que se inspiró la película Disparando a perros.

Cuando se abrió la casa de acogida entraron hacia este resquicio de luz en la miseria, con problemas nada superficiales, más de dos centenares de niños con derecho al amor, huérfanos y abandonados, de entre seis y ocho años. Veinte años después apenas quedan veinticinco chicos.


Estábamos a mitad de camino, desconcertados por un atardecer intermitente y una brisa fresca. María Luisa hablaba del país, porque durante muchas semanas lo había sufrido en los rincones del alma. Alzó un párpado y luego un dedo, se ajustó las gafas y continuamos esquivando las piedras del camino, cautelosos, aprendiendo algo de la soledad.

—Durante la guerra las calles estaban desiertas. La paz llegó el 4 de octubre —un breve silencio abrazó el rugido del todoterreno y la misionera continuó hablando— Al día siguiente aquí había decenas de personas preparadas para trabajar la tierra. Antes de la guerra la gente no trabajaba porque los militares y los soldados lo robaban todo. Y para robar mataban. Entonces nadie cultivaba nada porque tenían miedo. ¡Era muy miserable… dieciséis años de guerra civil! —dijo forzando los labios a mantener un principio de sonrisa, tal vez amable, conservando algún secreto.

—Es una historia triste —añadió sin hacer mucho ruido.

29.6.09

The grey weekend (Correo desde Irán)

Transcribo el correo que recibí hace pocos días de una joven iraní, desde Teherán. Lo he traducido respetando el sentido del mensaje original en inglés:


Después de muchos años decidimos apostar por las votaciones. La cuestión era elegir entre algo perverso y algo peor. Pero en cualquier caso el "cambio" ineludiblemente había comenzado. Elegimos el color verde como un símbolo de la democracia y el 12 de junio fuimos a depositar nuestro voto en las cabinas electorales. La gente se alegraba de que un cambio pudiera llegar, se presentía en el ambiente. Cuando el sábado 12 de junio anunciaron los resultados nadie lo podía entender.

De manera automática la multitud invadió las calles y una voz dijo: “¿Dónde está mi voto?”. El gobierno y la cúpula militar habían traficado con los votos de la gente.

—Arrópala y ven aquí.
—¡Ven aquí! Ayúdame a abrirle la boca para que pueda respirar.
—¡Ten cuidado con su cabeza!
—¡Date prisa que se está muriendo!
—¡Están aplastando a la gente!
—Que no te asusten. Nosotros estamos juntos.

No podía soportarlo más y dejé de fotografiar a las personas, compatriotas míos que estaban muriéndose. Guardé la cámara debajo de un árbol y volví al lugar, había decenas de heridos. Empecé a realizar la respiración artificial a uno de ellos. Abrí la camisa teñida de rojo y alguien comenzó a chillar. Le grité que apretara las heridas con lo que quedara de la camisa. Había muchísimas personas ensangrentadas y tratamos de ayudar a muchos de ellos llevándolos al hospital; algunos murieron.

Dos personas me auparon sobre sus hombros. Saqué la cámara de fotos y enfoqué a la muchedumbre; no quería más rostros sangrientos. El gentío que atravesaba las calles no tenía fin. La brutalidad de las milicias basij motorizadas estaba en las miradas y las heridas de la gente. Una vez más había sangre por todas partes. Los golpes me alcanzaron y no cesaron en su brutalidad. Rompieron la cámara y me dejaron un brazo malherido pero no pudieron quebrar mi corazón. Más tarde escribí en Facebook: “Si vencemos no lo olvidaré”.

Ese mismo día un corresponsal extranjero observaba los acontecimientos con miedo. Le pedí prestada su cámara para sacar más fotos, él accedió y regresé por entre la multitud. Hice fotografías de caras ensangrentadas y labios apretados. Cuando me volví a reunir con él le devolví la cámara, la apoyé a la altura de su corazón y le dije: “Cuídala”

Con lágrimas en los ojos me dijo: "Eres valiente. Venceréis"


Ahora he regresado a casa y estoy tendida sobre el piso. Ha oscurecido, observo las magulladuras y me hago varias preguntas: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? Sólo era una protesta silenciosa. Tienes que luchar por los sueños, así que levántate temprano.

Estoy agotada y tengo miedo; no quiero ver a mis amigos morir delante de mí. Es hora de ir a la cama y dormir, mañana habrá mucho que hacer.

Xagros Izady,
Desde Irán

19.6.09

Rincones del alma

Hace cinco semanas que nos despedimos.

Ella estaba encaramada a su bicicleta y esa mañana llamó al timbre de casa. Yo no tardé un segundo más en abrir los ojos y la puerta. Había intuido que era ella. El reloj del día me oprimía el pecho, ni siquiera estaba en condiciones de recibirla. Era temprano pero pensé que tal vez sólo me bastaba verla, poder despedirme, una sonrisa, una referencia al texto de África que le quería mostrar y en el que ella estaba con su misma silueta de siempre, el mismo resplandor en los ojos, con las dudas y los fantasmas ajenos de la burocracia de aquí y allá.

Ayer recibí un correo suyo desde el internado y la escuela primaria, en la misión de Ebibeyin, en Guinea Ecuatorial.


Algunos fragmentos:

(…) Casi no he hecho fotos. No me atrevo. El otro día tuve un altercado con un policía que acabó reteniéndonos a dos chicas y a mí durante casi una hora, pidiendo 50.000 francos a cada una, rodeadas de militares armados. Casi me muero del susto. No podía creer que lo que estaba pasando era real. Tenía un nudo en la garganta y unas ganas de llorar increíbles. No sé cómo pude convencerle de que nos dejara marchar.

(…) Si no llega a ser porque me he integrado mucho con las internas, me sentiría muy sola.

Hoy hemos hecho oración especial para terminar el mes de María, cada una hacíamos una petición. Cuando comencé a hablar se me llenaron los ojos de lágrimas, la voz temblando y no pude seguir. Me quedaba pedir que me diera siempre esperanza para creer que las cosas pueden cambiar. Luego me eché a llorar y todas las niñas me preguntaban, no entendían. Además Chelo, la más pequeñita, pidió «por mí, por mis papás y por la hermana Natalia». ¿Cómo no voy a llorar? Tienen cinco años y no hay nadie que las bese ni las abrace. Ahora también les curo las heridas, pequeñas úlceras y cortes que tienen por todo el cuerpo. Caminan sin braguitas y descalzas por el basurero. No hay papel higiénico ni jabón. Las hermanas pasan indiferentes y a veces les dan unas palizas tremendas. Sólo comen arroz que tienen que comprar ellas mismas por trimestre.

Si no llega a ser por ellas, que son un encanto y están tan necesitadas de todo... ¡El otro día me dijeron que yo era como Bernadette, la de Lourdes! ¡También dicen que bailo como una negra, no se lo explican! Solemos bailar por las noches. Por ellas merece la pena todo y tengo poco tiempo para descansar.

(…) Doy clases de preescolar y ayudo a las internas con sus deberes. También voy a visitar enfermos a sus casas, para hacerles compañía y darles la comunión, aunque no entiendo nada de "fang" pero les hace tanta ilusión...(…)


PD: Hoy ha muerto Vicente Ferrer, una luz menos en el mundo pero un faro más en esta vida, como una estrella.

26.5.09

Enrique Meneses, VIII Premio Miguel Gil de Periodismo

El VIII Premio Miguel Gil de Periodismo se lo otorgaron a Enrique Meneses, fotógrafo, periodista y escritor. Un hombre entrañable y que araña bocados al aire, definitivamente más lúcido que tantos profetas que anuncian terribles posibilidades. Lucidez es caer con los ojos abiertos, decía Bolaño. Y lucidez es lo que había en los ojos de Enrique, en la compleja inteligencia de su experiencia. Un hombre honesto, firme, resuelto. Un maestro digno de este reconocimiento.

"Por su trabajo, su buen hacer en el ejercicio de la profesión periodística, entendiéndose ésta como servicio a la sociedad, por ser referente para las nuevas generaciones de periodistas, además de dedicar toda su vida al periodismo".

Como algunos ya sabéis, fueron un día y medio inolvidables, como siempre que vengo a esta ciudad, como siempre que Miguel está de por medio, mirando desde arriba.

Aquí dejo fragmentos de lo que Enrique dijo durante la entrega del premio. He añadido música de fondo y subtítulos para facilitar la lectura.

¡Enhorabuena Enrique!