22.7.10

El Manhattan

A la vuelta de la esquina está un trocito de Nueva York. Lo mismo podría ser una fotografía. O lo mismo es una isla. O una suave brisa. Ahí está un bar —llamémoslo así— donde todos se encuentran con todos. Un lugar de los que apenas quedan. Allí cualquiera es un buen cliente. Cada vez que yo iba, tenía que pagar algo. Entrar allí es viajar de noche, recorrer mil kilómetros en la noche de la música. Todas las canciones suenan ahí de manera diferente con un delicadísimo roce. Ni tú mismo puedes ser como fuiste.


La pareja de enfrente ya no hablaba. La edad acentuaba la diferencia entre ellos y yo. El camarero tomó una servilleta blanca, la hizo chasquear como un latiguillo hasta envolverse la mano, luego tomó una botella de champán y como un maestro de ceremonias llenó dos copas mientras la banda, al otro lado de la barra y del tiempo, tocaba I Cover the Waterfront de Lester Young. El interior no era muy oscuro, pero evidentemente era oscuro y no había mucha gente. Nunca hay mucha gente.

Las miradas, con mayor o menor grado de disimulo, siempre convergen en Miguel. Todos parecen conocerle desde la más tierna infancia. Miguel sirve un copa con la sonrisa feliz y repetidos gestos de asentimiento que parecen decir: hola, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera. Miguel, que es muy discreto, se vuelve sobre sí mismo canturreando en voz baja, elegante de chaleco y pajarita, agazapado en su rincón de la barra, en su vida, un lugar encantador, su castillo de música. Estamos en el Manhattan, número cuarenta de la calle Olite.

Miguel es... no sé cómo decirlo. Tal vez más delgado en la oscuridad del lugar, pero en realidad no es tan delgado. Tal vez más callado, pero me bastaron un puñado de visitas para arrancar en la conversación y darme cuenta de que tampoco era más callado. Puede que tuviera los ojos pequeños. Casi todas las personas de mediana edad tienen los ojos pequeños. Y los barman, más. Un barman o un camarero de toda la vida. Puede que tuviera la cara entera un poco más redonda, como si estuviera, igual que antes, arrobado, atento y otra vez en un segundo plano, canturreando alguna canción como un hombre muy simpático y muy solo, o puede que no. Un hombre que atendía la barra bajo una oscuridad agavillada por centellas de luz acaramelada.

El Manhattan no es ni un bar ni una cafetería, es más que todo eso: un lugar por el que merece la pena pagar y beber y llorar. Un lugar que te pide que te quedes allí hasta el fin de la noche, a esa hora en que el día es un fantasma magnífico, viejo y solitario, penetrado por la bruma de una isla. No sé qué isla, pero una isla al fin y al cabo.

20.7.10

A la zaga del Tiempo

En el momento en que apoyé ambos ojos sobre la pantalla del ordenador para leer la prensa digital comprendí que no había una sola razón para no ir. El reloj, rodeado de anaqueles, folios y páginas arrancadas de revistas, caminaba bastante lentamente hacia el mediodía del veinticinco de mayo. Una vez más tuve que ser rápido. El hombre a quien de alguna manera iba a ir a visitar, y a quien secretamente considero un amigo a pesar de lo irracional del hecho, ahora vive en un lugar que se encuentra a la zaga del tiempo. Un sitio poco adecuado, a estas alturas, para encontrarnos en el que todo —o no todo— se detiene por completo.

Ya puestos a ello me había autoconvencido de que no iba a ser posible que fuera. Primero pensé en realizar una llamada telefónica, pero esto no hubiese sido totalmente cierto debido a las circunstancias. Así es como empecé a pensar qué decir a su madre si al final me quedaba en Pamplona y marcaba los nueve dígitos en el teléfono móvil.

Al final fui. Tampoco tuve que realizar ninguna llamada. Supe que de no haber ido hubiese sido descortés por mi parte. Eso creí entonces.

Recorrí las calles de Pamplona obligándome a buscar una combinación de trenes que me acercaran a la ciudad Condal. Llegué a Barcelona siete horas más tarde y subí a un taxi. El taxista, un tipo sensato con la frente despejada, habló de política hasta que le solté un billete y me bajé para entrar en el edificio con esos nervios que en ocasiones uno es incapaz de mantener bajo control. Caminé hacia la salita tratando de decidir qué decir una vez que me reencontrara con Pato, envuelto en una multitud de pensamientos, llevándome la mano a las gafas constantemente, observando quién había entrado hasta ese momento en la salita donde el brillante fotoperiodista argentino Walter Astrada iba a recibir el IX Premio Miguel Gil de Periodismo.

"Nuestro trabajo es demostrar a la gente que no podrán poner ninguna excusa de que no sabían lo que estaba pasando" declaró Astrada para añadir luego: "Cada vez que estoy haciendo fotos o trabajando, tengo la sensación, pienso en que llevo una cámara que vale un montón de pasta enfrente de niños que se mueren de hambre. O en el caso de Madagascar, donde estaban matando a muchísimas personas. De verdad, creo que es nuestro trabajo, el trabajo que elegimos, estar ahí y demostrar lo que está pasando".

Lo que a continuación sigue son las palabras de Santiago Lyon antes de que se hiciera entrega del merecidísimo premio a Walter Astrada, quien se emocionó en una geografía de silencios por el recuerdo de Miguel y la presencia de Pato. Y es que Miguel estaba allí, con Walter y con todos, como había señalado Santiago. De otra manera pero definitivamente presente, un años más. A la zaga del Tiempo.

[+] En voz de Santiago Lyon:
Muy buenas tardes a todos y, en especial, a Doña Pato. Parece mentira que hayan pasado diez años desde que murió Miguel. De otras cosas me doy cuenta porque ahora necesito gafas para leer. Hablo en nombre del jurado, también a título personal, pero quiero reflejar algunos aspectos de Miguel, de su trabajo.

El día de ayer, hace diez años, una lluvia de balas acabó con las vidas de Miguel Gil Moreno y de uno de sus compañeros de viaje, el periodista estadounidense Kurt Schork. Y también ese día murieron cuatro de sus escoltas. Esa muerte de Miguel aquél día en una carretera de tierra, en la jungla de Sierra Leona, fue un golpe durísimo y una pérdida inmensa para mucha gente. La madre perdió a su hijo; sus hermanos perdieron a uno de los suyos; sus compañeros de trabajo perdieron a un periodista ejemplar y, en muchos casos, a un buen amigo; los telespectadores alrededor del mundo perdieron una cámara que servía de antorcha, que iluminaba los rincones más oscuros y violentos de nuestro mundo. Aquél día muchas personas perdieron su voz, su forma de ser escuchados a través de los reportajes que hiciera Miguel, sobre todo de los reportajes que todavía tenía por hacer. Aquél día todos perdimos a alguien extremadamente importante.

Pero, ¿quién era este hombre? ¿Quién era Miguel Gil Moreno de Mora? Yo le recuerdo como un hombre guiado por la fe. Más bien guiado por dos fes. Su fe religiosa, su profunda creencia católica, cristiana. Y la fe que tenía en la importancia y el valor de su labor periodística. Les hablo de la creencia, de la convicción, de la confianza, de la fe que guía cada día a miles de periodistas alrededor del mundo. La fe que tienen sus palabras, sus imágenes o el sonido que graban sirve para denunciar los males del mundo en que vivimos. La fe que tenemos los periodistas que, a través de la labor informativa, podemos hacer del mundo un lugar más justo y mejor para todos. Y la fe que tantos lectores depositan en los informadores para que les contemos las cosas tal y como son. La fe de que el periodismo ocupa un lugar imprescindible en cualquier sociedad democrática.

Miguel tenía y vivía esas dos fes: la religiosa y la profesional. Y ambas lo guiaban para quedarse en lugares a donde muy pocos querían ir. Por ejemplo, el asedio de Sarajevo donde aprendió por primera vez a manejar una cámara de video en circunstancias dramáticas, donde se enamoró de la imagen en movimiento y donde se dio cuenta del poder que tenía entre sus manos para dar voz a los sin voz. Saltamos a Kosovo, a finales de los años 90, donde Miguel logró convencer a las autoridades serbias para que le dejaran quedarse en la capital, Prístina, después de que todos los demás periodistas extranjeros fueran obligados a abandonar el país. Ahí logró grabar imágenes de la expulsión de centenares o miles de civiles kosovares en tren, imágenes que recordaban los viajes mortales que fueron obligados a hacer los judíos durante la tiranía nazi. El asedio de Grozni, en Chechenia, donde se libraba una guerra tan brutal que los historiadores la han comparado con los peores momentos de la Segunda guerra mundial, en lo que se refiere a la cantidad de proyectiles y otras armas lanzadas en contra de la población civil. El trabajo que hizo Miguel en Chechenia fue extraordinario, no tanto por las imágenes que logró grabar, que eran pocas y que tardaron en salir por problemas de comunicación, sino por la valentía que demostró tener. Ese viaje a Grozni fue una especie de bautismo de fuego, un viaje extremadamente peligroso que Miguel creyó necesario y en el que depositó toda la convicción, toda la fe que poseía en aquel momento.

Así que, ¿quién era este hombre? Para mi un hombre con el corazón enorme. Un hombre dedicado a su profesión. Realmente un magnífico tipo. Y a pesar de que ya no está físicamente aquí con nosotros, sí tengo fe y sí creo que vive su espíritu y su ejemplo en tantos periodistas alrededor del mundo. Y es ese espíritu el que buscamos los miembros del jurado al entregar el premio Miguel Gil de Periodismo. Es nuestra manera de asegurar que la llama sigue encendida.

Muchas gracias.

[+] Parte del trabajo de Walter Astrada:

- Cobertura de violencia en Madagascar. 2009

- La violación como arma de guerra en la República Democrática del Congo. 2009

- Kenia, violencia post electoral. 2007.

- Violencia contra las mujeres en Guatemala. 2006

19.7.10

No es lo último que se pierde

«La esperanza es lo primero que nace cuando todo está perdido», ha dicho Normando Hernández, uno de los presos políticos 'liberados' por los Castro, Fidel y Raúl, tan hermanos ellos. Se trata de una libertad maquillada, no hay duda. Y es que el hecho real, de facto, basta dar a la tecla y leer, es que se trata de un exilio forzado, el adiós de siempre con la mano, dejando atrás una salud ya perdida, horribles sufrimientos y luego la muerte de muchos compañeros y a los amigos que aguantan y sobreviven en las cárceles de Cuba.

En seguida, sin saber por qué, he abierto un libro que tengo en la biblioteca. El libro posee algo de lo que algún día quisiera hablarles, aunque no sé cómo. Sobretodo, porque el hecho de pensar en los padecimientos de Un Hombre (a quien me acerqué tan íntimamente primero por azar, luego con asombro y más tarde como un joven lector) es algo que siempre me ha interesado. Una lluvia mansa de esas que empiezan pero que no sabes cuándo terminan.

La fotografía del periódico (Normando pasea junto a su mujer por el aeropuerto de Barajas, tiene el rostro serio y las gafas ajustadas) bien podría parecer una más de Alejandro Panagulis y su periplo de aviones y aeropuertos junto a Oriana cuando, a su pesar, le fue concedida la amnistía de los coroneles. La imagen deja entrever una expresión de luto riguroso y el cuerpo delgado de Normando parece más delgado que nunca.

Pensando en la cruda y maravillosa última entrevista que Oriana Fallaci nos regaló en su libro Entrevista con la Historia, no puedo sino ver a Normando en el lugar de Alekos, con ojos llorosos, con una expresión denodada, como la que tiene el cubano y todos sus compañeros vivos o muertos, como la que tienen los poetas que viven en nidos de ratas, de pie contra la muerte.

Me he acordado así, de golpe, sin un nexo claro de unión, de Arkadi Babchenko, Vasili Grossman, Primo Levi, Eloi Leclerc o Ryszard Kapuscinski y su Guerra del fútbol. Porque... «a aquellos que, apáticos e inertes, se hunden en el abismo sin remisión ni resistencia, esperando tan sólo el choque de sus cuerpos contra el fondo, les basta con que en la oscuridad brille un sólo rayo de luz para emprender la escalada».

En aquél momento, al leer aquellas líneas, he pensado que apenas hay en el mundo nadie tan cercano a ellos, nadie que los comprenda mejor en el caleidoscopio de nuestras mil contradicciones.

Alekos, ¿qué significa ser un hombre?


Significa tener valor, tener dignidad. Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir que un amor se convierta en un ancla. Y significa luchar. Y vencer. Mira, más o menos lo que dice Kipling en aquella poesía titulada «Sí». Y para tí, ¿qué es un hombre?

Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.

15.7.10

Normal

122... 136... 141... Un automóvil de carreras huye por un disparo sin aminorar la marcha en la curva, un lugar del que sería posible irse y al que es imposible volver. Los sonidos rebotan por el circuito cerrado del rectángulo luminoso y todo sucede muy deprisa. (Le preguntaron una vez a alguien qué pasaba y él no respondió. Nadie responde. Por si acaso, yo ya dije que era algo difícil de entender). Las gotas de sudor se despegan y escriben algo en mi piel. Pinceladas, pájaros en el cielo de las plazas. Aprieto los dientes que cierran su frontera porque no sé si queda tiempo para reaccionar. Por eso, ahora, en este desorden que salpica añoro el fin de un mundo que se uniformiza ante nuestros ojos y donde la poesía de números complicados resurge. Es fascinante y a la vez incomprensible y normal.

Normal, digo. Tengo la impresión de que los últimos días he masticado mucho esa palabra. Cada vez que una duda se estanca, de una forma u otra alguien la pronuncia. Alguien dispuesto a repararlo todo y a quien le sudan las manos y los pies y a veces, aun así, te grita y te manda como si nada. La he oído en todos sus disfraces: tiznando con dulzura las imperfecciones de una vida; bajo un atisbo de autoridad enfatizando una vida mundana o absurda; incluso con una huella despreocupada como si otro discurso diferente no se pudiera tolerar. Por decir algo, observo que en algunos momentos inconfesables me he imaginado estrangulando al interlocutor de turno. Un fracasado al que la porquería sí se le mete en las orejas todo el tiempo.

Llego a un callejón sin salida cuando cada palabra vive la anarquía, cuando no hay armonía y no hay acuerdo.

Imaginando, me digo que podría estar en otras latitudes y observar cómo se escurre el mundo. Hasta la noticia más banal es una astilla, pienso. Una voz deshilachada de la prensa metida en un oído. Cualquier mañana mi padre podría tropezar con el café al leer en el periódico que su hija, dueña de sus zapatos y de sus huellas y tal vez más insensata o más valiente, sin desfallecer, la había emprendido a manotazos con el aspirante profesional. Apresada luego me trasladarían al Hospital de Oliva —el hospital mental— detrás del Peñón de Judas. Las vecinas, sin lamentarse, hablarían de una presencia que ya nunca podría ser imaginada fuera de esos muros. Tal vez, como imaginaba antes con la palabra normal, tal vez para ellas la vida o la muerte es lo de menos; tal vez cuenta más la propia percepción a pesar de sus desvíos y rodeos, más que la facilidad con que una vida puede partirse y dividirse.

Pero yo no me cansaría antes de llegar al fin de la carrera, yo me defendería de sus estupideces y sus ganas de bostezar y con cara de no haber roto un plato en esta tragedia oscura tendría el valor de decir: «Cuando las personas sin juicio ni criterio fingen saber o confunden la libertad de expresión con el derecho a opinar para rivalizar en ingenio o en orgullo, penetrando así en la vida de los demás, ocurren cosas como ésta... Que los buenos espíritus, los sensatos y pacientes perdemos los estribos pero no las razones». Y todos los presentes, con sus bocas desencajadas de puro asombro o fatiga y pendientes de lo que dijera, asentirían con la cabeza indicando que ahora tal cosa estaba bien o que tal otra cosa estaba mal.

Y es que al menos, dejémonos de bromas, de vez en cuando un singular ángel vestido de azul y blanco que lleva una plaquita de plástico con su nombre se acomoda a mi lado y sin que diga palabra, sólo con la sombra de su mano, me tranquiliza porque sabe dónde y cómo duele. No necesito saber más, sé que está las veinticuatro horas del día, en todo momento, vigilante a cada paso para que todo siga siendo normal. Disputando la carrera todavía.

154… 147… 102… 81… 135... Ya está aquí. Es increíble cómo el latido del corazón se abre camino en un caos como aquél. Mi sexto sentido se acentúa. Los números verdes en la pantalla. Al final llega a donde está la gente bajo la luz. Eso no explica mi calma innatural operando a niveles superiores cuando a los demás les tiemblan las manos. Flota sobre la última curva. El corazón martillea el pecho, bip-bip-bip, y siento cómo a fuerza de percusión llega a la sien. Esa es la mayor de las fuerzas porque de este hecho partiré siempre y a este hecho volveré siempre para reencontrarme.

Los recuerdos nunca serán tan nítidos como ahora. El llanto como un ruido que no conozco y algo que recordaré para la eternidad. El calor de la sangre. El olor de la piel. El primer amanecer de la vida. El primer horizonte. Un álamo respirando en la espesura. Un automóvil de carreras impasible allí a pocos metros de su madre.

La vida.