7.2.10

La radio de color rojo

Lo único que llega con seguridad es la muerte, pienso. Él tenía su rostro blanco, la manos entrelazadas, colgándole rojas por el costado abierto. Ahora recuerdo este esbozo una y otra vez, y sólo el aroma de güisqui en la tacita da una tregua a mis propias meditaciones.

Pienso, sin embargo, que el hombre cayó sin hacer ruido. En la radio de la enfermería el locutor habló de una tarde magnífica, de un cielo azul y soleado sin viento. “No es el paraíso, pero se le parece” decía. Luego, bajo el cielo gris y el techo beige de la salita de operaciones con cierta clase de luz, de golpe me han rodeado hombres con uniformes verdes y blancos que tropezaban entre gritos y asombro, piel con piel, pisando el reguera de sangre que dejaba el herido en el piso. “¡Haga algo, doctor!” gritaban.

No era la primera vez que entraba a la salita un hombre así pero sí era la primera vez que un hombre entraba casi muerto. La mirada sin fuelle, trabada en un espanto de dolor y un hilo rojo saliendo de su boca. “Me doy cuenta” parecía decir.


La estela incansable de las enfermeras iba de un lado a otro apilando pinzas de mosquito, bolsitas de plasma y envoltorios con gasas en la mesa de operaciones. Enríquez se acercó para tomar el pulso y quebrar la taleguilla. Entonces le vi, el hombre apretó los dientes y casi sintió fuerzas para hablar. Un débil gemido escapó de sus labios ahorcados. Tosió tres veces muy levemente y no dijo nada. Su respiración sonaba estrangulada, como inflada. “No es nada, muchacho” dije. Luego, al ver la camisa sin las chorreras en aquél panorama de agujeros y sangre, pensé que el hombre que tenía enfrente estaba hecho una mierda.

“Tenemos pocos minutos” susurró Enríquez. Fue imposible negarlo. El hombre, como un blasón de proa en forma de tauro entró a la enfermería en estado de shock, inicialmente consciente y con una pérdida masiva de sangre. Las enfermeras le limpiaron la boca que estaba llena de arena, aseguraron la administración de oxígeno y empezaron a presionarle cada herida. La visión era dantesca. Los labios escondidos bajo los dientes y el pecho descamisado que empezaba a cubrirse de más vendas, gasas y compresas. Por el costado izquierdo la terrible herida abierta miraba de frente. “¿Hemos vuelto a perder, tan pronto?”, me preguntaba mientras seguíamos el procedimiento con profesionalidad.

Recuerdo con precisión que varios minutos antes el doctor Enríquez y las enfermeras, por una extraña distorsión, habían sacudido entre risas unas cuantas gotas por los pétalos de un ramillete de rosas que había en la salita. Pensándolo ahora me conmuevo. En ese instante por la radio portátil de color rojo el locutor hablaba del afecto con que el chico trenzó media docena de verónicas. “Como pétalos de rosa envolviendo la fiereza, disfrazando la violencia del animal” dijo. Y escuchándolo parecía que los dos, toro y hombre, se hubieran serenado hasta volverse un sentimiento tranquilo y habitual. “Torea bien, a veces con cierta pereza, pero dondequiera que se ubique mantiene quieto el corazón. Es valiente. Tiene un temperamento intelectual pero aún no es un artista. Es demasiado joven. Puede llegar a serlo” dijo. Era patético.

Durante los veinte minutos que aguantó el chico, los hombres de uniformes verdes y blancos no dejaban de preguntar del otro lado. Afuera la policía y algunos oportunistas les impedían el paso. Se oían más voces: los subalternos, las otras cuadrillas, los periodistas. Se oía por el hilo de la radio de color rojo al locutor enfrascado en conjeturas, diciendo que había signos de mejoría en el estado del chico. Sólo mentía. La salita estaba llena de envoltorios tirados. Todo tirado por el suelo, como pintado de sangre. Ya no se oía susurrar a Enríquez ni a las enfermeras.

En la radio portátil de color rojo, varias horas después, alguien ha dicho que al chico lo mandaron a morir a la arena. Y me importa una mierda. Las enfermeras de vez en cuando secaban sus dedos mojados de sangre en la bata. Le han visto echar el último aire, casi consciente, casi atento, casi mirándonos a Enríquez y a mí encima de la camilla metálica mientras ellas se afanaban asustadas pero profesionales, y él con ese rostro tan terriblemente arrugado. Entonces ellas volvieron a llorar y Enríquez y yo aguardamos escuchando al locutor. Algún día comprenderán, acerté a pensar.

Afuera no hace más de quince grados. Sobre el escritorio hay una sola lámpara que ilumina el sillón y las hojas quedan en la oscuridad. La ciudad está en silencio y queda un olor de antes. Me he asomado al vidrio de la ventana y luego he girado sobre el armario para observar atónito y descubrir que se ven como halos en el espejo, y yo mirándome interrogado como convencido de la miserable vida cuando celebra la muerte, de que por una extraña ley no podía haber hecho nada para salvar la vida del matador de toros.

Cuando termine la taza de güisqui lo que haré es llenarla de nuevo y hundirme en el viejo sillón, romper los papeles borroneados con lápiz y sintonizar un hilo de clásica en la radio de color rojo. Acaso intentar dormir, sorbo a sorbo, hasta que el chico cierre los ojos y deje de mirarme.