19.11.09

Una imagen de París

Como todos los miércoles anoche fui a ver a mi abuela y mientras daba los últimos sorbos a una taza de manzanilla hablamos de la familia, los bisnietos, la vida y los piratas. Me confesó que no puede salir a pasear todo lo que ella quisiera. Luego asintió al aire sonriendo con la mirada brillante, todavía azul, que conserva lucidez y años a la espalda.'¿Vas a ir a París?' preguntó.

Y a lo que iba. Cuando hizo la pregunta recordé el único y fugaz viaje que me llevó allí cuando la noche se hundía sobre el barrio de Monmartre, exactamente en un Boulevard cuyo nombre he olvidado. Una de las ilusiones que tenía al llegar a París, mi primera vez, era caminar el piso del barrio de Amelie, sí, el de la película, y adentrarme a través de sus callejuelas repletas de cafés acristalados y gente ensimismada en la contemplación de cientos de comercios que abarrotan cada acera.

Me gusta viajar solo, esperar en los aeropuertos, entrar en Cafés de ferrocarril que olvidaron la estética propia de las estaciones de antaño como la de Valladolid, por ejemplo. Me gusta viajar y vagar sin planes concretos, alejarme de todo y observar sin que nadie rompa un silencio interior que de algún modo es el mismo silencio con que observábamos las cosas de pequeños. Entonces nos movíamos por impulsos instantáneos. Hoy en día no sé cuánto de eso se ha perdido. Palabras magnéticas en nuestros oídos, carnavales de colores en nuestros ojos. Ilusiones indescifrables con apenas un gesto, una mirada o el reflejo de alguien. Éramos quebrantables y sin embargo soñábamos. Hoy somos igualmente quebrantables pero ya no soñamos.

Y si hay una imagen que no puedo olvidar es la que encuadré con el objetivo de la cámara sin llegar a disparar. Era una banda de cuatro vagabundos que miraban con ojos de locomotora, como las abandonadas en viejas estaciones que de noche sueñan con chupar carbón como en los viejos tiempos de amor absoluto, soñando con volver a recorrer sobre puentes y huellas luminosas la senda de raíles oxidados. Pero nada de eso, de hecho, mientras imaginaba la historia de ese rectángulo invadido por el ojo analógico ya era demasiado tarde y los cuatro descansaban entre humo de cigarrillo y cartones de vino en un banco de madera contiguo a la Catedral de Nuestra Señora.

Aquellos hombres estaban solos. Es más, hubieran pasado desapercibidos si no llega a ser por cientos de palomas grises que levantaban vuelos acrobáticos como los Spitfire de la 2ª Guerra Mundial, antes de ser abatidos por tormentas de artillería, e incluso trepaban por los brazos trenzando piruetas con tal de cazar una migaja de pan en la ciudad de la luz.

Luego volví sobre mí, acompañé a mi abuela a la salita y disertamos en torno a la política sin llegar a conclusión alguna. Aún quedan imágenes y vida por delante, pensé. Para ella y para mí.