13.12.10

El café de cristal

‒Qué tontos que somos los humanos muchacho, quiero pedirte que por más loca que esté, no me dejes hacer esas idioteces. ¡Y que si el que amo no quiere estar conmigo, siga intentando construir otro amor y no tirarme al primer colchón del conformismo! ‒dijo ella‒.

‒Ojalá tuviera ahora una espada pirata. Me haría una pequeña herida con sangre, con algo de vida. La cicatriz siempre me recordará que no te deje hacer semejantes cosas. Lo intentaré, te lo aseguro. Y espero que puedas guiarme como lo has hecho en muchos momentos y que cuando esté en una sombra, sigas mostrándome con el brazo estirado qué camino seguir ‒dijo él‒.

‒Trato hecho. Yo te mantendré en el carril de los sueños y tú a mi, y así seguiremos, infelices, desdichados e imprácticos, pero con nuestros ideales ‒añadió ella antes de que él soltara una carcajada.

‒Muchas veces he pensado que si no estuvieras ahí con tus sueños o si alguna vez renunciaras, me iba a sentir solo‒. Guardaron un leve silencio y ella, ingeniosa, amable y cómplice continuó con una voz meliflua que iba desgranando el hilo de una ilusión.

‒Yo también, por eso me encantó que me enviaras esa carta. En cierta forma, ninguno de los dos va a estar solo nunca.
‒Ya viste, si uno de los dos abandona, nos sentiremos perdidos.
‒Algo encontraremos para comunicarnos, quizás les robemos espacio a las nubes y nos escribamos ahí. Lo que extrañé en la ciudad cuando pasaba por allí, al lado de cabinas telefónicas y cafés acristalados, cuando estuve en la ciudad que pudo haber sido Buenos Aires, Madrid o Ciudad de México, eran las interminables conversaciones contigo, pero quédate tranquilo, nos las ingeniaremos para seguir unidos, aunque me devaste un huracán en Guatemala o termines en una aldea perdida de África‒. Él la miró serio y pensó que iría a poner un par de pétalos en la tierra roja. Sonaron risas y ella continuó:

‒Y si me ayudas a aprender los idiomas de África, iré a visitarte hasta allí. Y menos mal, si no muchas veces me sentiría la única loca en la tierra, persiguiendo cosas imposibles.

Ambos se miraron fijamente.

‒Bueno, ahí queda el compromiso. Ahora caminaremos más seguro ‒dijo él‒.
‒Trato hecho ‒dijo ella‒. Y al acabar de decirlo añadió‒. Y mira que hemos sobrevivido a tantos amores y desamores que se nos fueron. Ah, cuántos nombres habrán pasado por nuestras bocas.

Luego sonrieron los dos.

Texto anónimo. Apareció en una cafetería acristalada en el barrio de Monmartre, en París. Hay quien aseguró haber visto a una señorita joven que se hacía llamar la Maga y a un tipo extraño, alto y delgado, que pagó dos vinos tintos y un croissant. Encontraron la hoja arrancada. El camarero sólo afirmó que estuvieron ahí y que pasaban largos ratos en silencio, mirando a través del cristal.