13.12.10

El café de cristal

‒Qué tontos que somos los humanos muchacho, quiero pedirte que por más loca que esté, no me dejes hacer esas idioteces. ¡Y que si el que amo no quiere estar conmigo, siga intentando construir otro amor y no tirarme al primer colchón del conformismo! ‒dijo ella‒.

‒Ojalá tuviera ahora una espada pirata. Me haría una pequeña herida con sangre, con algo de vida. La cicatriz siempre me recordará que no te deje hacer semejantes cosas. Lo intentaré, te lo aseguro. Y espero que puedas guiarme como lo has hecho en muchos momentos y que cuando esté en una sombra, sigas mostrándome con el brazo estirado qué camino seguir ‒dijo él‒.

‒Trato hecho. Yo te mantendré en el carril de los sueños y tú a mi, y así seguiremos, infelices, desdichados e imprácticos, pero con nuestros ideales ‒añadió ella antes de que él soltara una carcajada.

‒Muchas veces he pensado que si no estuvieras ahí con tus sueños o si alguna vez renunciaras, me iba a sentir solo‒. Guardaron un leve silencio y ella, ingeniosa, amable y cómplice continuó con una voz meliflua que iba desgranando el hilo de una ilusión.

‒Yo también, por eso me encantó que me enviaras esa carta. En cierta forma, ninguno de los dos va a estar solo nunca.
‒Ya viste, si uno de los dos abandona, nos sentiremos perdidos.
‒Algo encontraremos para comunicarnos, quizás les robemos espacio a las nubes y nos escribamos ahí. Lo que extrañé en la ciudad cuando pasaba por allí, al lado de cabinas telefónicas y cafés acristalados, cuando estuve en la ciudad que pudo haber sido Buenos Aires, Madrid o Ciudad de México, eran las interminables conversaciones contigo, pero quédate tranquilo, nos las ingeniaremos para seguir unidos, aunque me devaste un huracán en Guatemala o termines en una aldea perdida de África‒. Él la miró serio y pensó que iría a poner un par de pétalos en la tierra roja. Sonaron risas y ella continuó:

‒Y si me ayudas a aprender los idiomas de África, iré a visitarte hasta allí. Y menos mal, si no muchas veces me sentiría la única loca en la tierra, persiguiendo cosas imposibles.

Ambos se miraron fijamente.

‒Bueno, ahí queda el compromiso. Ahora caminaremos más seguro ‒dijo él‒.
‒Trato hecho ‒dijo ella‒. Y al acabar de decirlo añadió‒. Y mira que hemos sobrevivido a tantos amores y desamores que se nos fueron. Ah, cuántos nombres habrán pasado por nuestras bocas.

Luego sonrieron los dos.

Texto anónimo. Apareció en una cafetería acristalada en el barrio de Monmartre, en París. Hay quien aseguró haber visto a una señorita joven que se hacía llamar la Maga y a un tipo extraño, alto y delgado, que pagó dos vinos tintos y un croissant. Encontraron la hoja arrancada. El camarero sólo afirmó que estuvieron ahí y que pasaban largos ratos en silencio, mirando a través del cristal.

6.12.10

Una mañana

Es lunes por la mañana en lo más frío del invierno. La montaña espera en la intimidad de sus espaldas. Pedro –un jardinero de mediana edad– está sentado en las escaleras que suben a nuestro departamento en una de esas casas de dos plantas que se extienden a lo largo de una avenida en forma de hileras individuales.

Hemos sorbido dos tazas de café tostado para evitar que los ojos se nos cerraran de nuevo. Pedro acaba de fumarse un cigarrillo sentado en las escaleras y ahora mira a lo lejos, más allá de la arboleda, con las manos unidas ante la cara como un puente y el humo opaco de las chimeneas en el frío. El cielo gris está abierto sobre nosotros y el jardinero marca con sus ojos el tiempo desde los tejados.

‒Quiero que llegue el miércoles ‒me dice‒.
‒No queda nada, Pedro ‒respondo‒.
‒Hasta que no tenga el coche no voy a estar tranquilo ‒añade dando las últimas caladas‒.

A los pocos segundos Pedro arrugó la frente como si buscase una expresión y dijo algo de que el aburrimiento se ha apoderado del hombre. No lo dijo con estas mismas palabras, pero da igual. Luego se quedó inmóvil mirando otra vez hacia los tejados. Sé a qué se refería cuando habló del aburrimiento. Yo guardé silencio. Siempre me ha gustado el silencio. A veces es lo mejor que sé hacer. Le di una palmada en la espalda y pensé lo cerca del abismo que lo he conocido manteniéndose allí, en el aquí y ahora, sin nada. Perseguido, sufriendo en silencio y con la soledad que aplasta como si el propio mundo se perdiera ante la neblina del amanecer de todos los días. Porque cada día después de comer sobrevenían las horas más difíciles, aquellas en que la mayoría de las personas sucumben. Él repetía el café, fumaba, hojeaba por centésima vez el televisor y fumaba de nuevo.

Después Pedro se ha ido y yo he regresado a mi habitación. Llevaba varias horas despierto. Fui a sentarme otra vez en la cama y me puse a ordenar papeles, apuntes y libros. Transcribí diez minutos de la presentación de libro de Roberto Valencia que tuvo lugar la semana pasada en la biblioteca Francesca Bonnemaison. Luego, antes de continuar con mi tesis sobre el mantenimiento de aerogeneradores, he pasado el aspirador y hecho la cama colocando ‒esta vez sí‒ un colchón a modo de dos pisos como la casa en que vivimos. Mi cama es pequeña pero ahora es ligeramente más alta y cálida para sentarse y leer y tal vez descansar en un remanso de paz, un pedazo de aquella vida compartida, tranquila y serena que uno tanto añora; más alta y cálida para escuchar música y observar al otro lado del vidrio la montaña mágica que tanto me fascina.

He abierto las amplias ventanas nubladas del salón y he aguantado inmóvil, recibiendo un golpe de aire frío y necesario antes de beber otra taza de café con su aroma desvaneciéndose en lo más frío de esta mañana. Reconforta, eso lo sé seguro.

Al cabo de una hora Pedro ha regresado. Traía una amplia sonrisa al departamento que compartimos en una avenida, como ya he dicho, llena de casas en forma de hileras individuales que discurren a las afueras de un pueblo solitario.

La sonrisa del jardinero, como un inesperado regalo, es hoy lo más importante.

4.12.10

No nos mojamos y tampoco el sol quema

Acabo de leer una reflexión de Joseba Louzao sobre "la masa". Y sobre la libertad. Y sobre nosotros. Me ha dado algo de miedo. No hay nada más que prender la radio, el televisor o internet ‒en estos tiempos que nos acechan‒ para sentir el ruido incesante de la calle, el ruido creciente de la ciudad, el paisaje de hambruna política y malestar donde las mezquindades quedan ‒o quedarán‒ silenciadas de manera natural.

¿Puede el futuro de los hombres encontrar esperanza en "la masa"? “La masa nos secuestra. Pertenecemos a ella y ella nos pertenece, no lo olvidemos”, dice Joseba.

Con esta idea pongamos por caso que la ciudad es "la masa". Luis Martín Santos expresaba en su obra Tiempo de Silencio ‒con un sarcasmo terrible‒ la idea de que la ciudad era siempre un reflejo del propio hombre.
“El hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno de cuyos rincones es un recoge-perdidos perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar natural…”
Con todo esto pienso que la libertad está enterrada cuando la conciencia interior se difumina entre nosotros y "la masa", sin pertenecer a uno ni a otro. Y sin la libertad, ¿qué vale la pena?.

Desde hace pocos días, tal vez como un antídoto personal ante "la masa" y otras razones, cuelga de mi ventana una hoja donde he escrito algo que me dijo, con otras palabras, Francesca Petringa: "Para mí, a cualquier persona que (por la mañana) al despertarse, a pesar de tener un techo cálido (sobre su cabeza) y algo de comida (en la despensa) y una familia (o amigos que le quieren), la porquería se le mete en los ojos y la boca todo el tiempo, con innegables gestos de hastío, amargura y mal humor, habría que prohibirle entonces, por egoísta, caminar las calles y los caminos de este mundo".

Pues eso, apaguemos el mundo insensible que nos rodea.

27.9.10

Una nueva Edad Media

Un hombre está sentado al otro lado de la acera, tras un paso de peatones. El hombre, por lo demás de boca gruesa y rostro digno, bebe vino mientras observa a un lado y luego al otro antes de extender la mano para pedir algo, dinero o un cigarrillo. Es tarde de verano en una ciudad española de la costa, a orillas del mar Mediterráneo. Ahora el hombre se inclina sobre el cartón, se detiene antes de pegar los labios y extiende una amplia sonrisa. El sol aún ilumina por entre las ramas de un árbol, los edificios y las nubes. Cada cosa tiene su tiempo. De repente, con una piedad que no sospecharíamos, se da cuenta de que existe. Es de esas raras personas que pueden amar la vida por lo que ésta tiene de más sencillo y de más bello. Los ciudadanos van de una calle a otra y se oye, además de ruido ‒un ruido descomunal de automóviles y voces‒ música de fondo; notas sueltas y cada vez más calladas. Como ya he dicho, es tarde de verano. Los últimos días antes del otoño cuando la ciudad disfraza la desgana en el corazón. Junto al equipaje del hombre, a sus pies y a orillas de un árbol, descansa un libro de Berdiaev.

22.7.10

El Manhattan

A la vuelta de la esquina está un trocito de Nueva York. Lo mismo podría ser una fotografía. O lo mismo es una isla. O una suave brisa. Ahí está un bar —llamémoslo así— donde todos se encuentran con todos. Un lugar de los que apenas quedan. Allí cualquiera es un buen cliente. Cada vez que yo iba, tenía que pagar algo. Entrar allí es viajar de noche, recorrer mil kilómetros en la noche de la música. Todas las canciones suenan ahí de manera diferente con un delicadísimo roce. Ni tú mismo puedes ser como fuiste.


La pareja de enfrente ya no hablaba. La edad acentuaba la diferencia entre ellos y yo. El camarero tomó una servilleta blanca, la hizo chasquear como un latiguillo hasta envolverse la mano, luego tomó una botella de champán y como un maestro de ceremonias llenó dos copas mientras la banda, al otro lado de la barra y del tiempo, tocaba I Cover the Waterfront de Lester Young. El interior no era muy oscuro, pero evidentemente era oscuro y no había mucha gente. Nunca hay mucha gente.

Las miradas, con mayor o menor grado de disimulo, siempre convergen en Miguel. Todos parecen conocerle desde la más tierna infancia. Miguel sirve un copa con la sonrisa feliz y repetidos gestos de asentimiento que parecen decir: hola, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera. Miguel, que es muy discreto, se vuelve sobre sí mismo canturreando en voz baja, elegante de chaleco y pajarita, agazapado en su rincón de la barra, en su vida, un lugar encantador, su castillo de música. Estamos en el Manhattan, número cuarenta de la calle Olite.

Miguel es... no sé cómo decirlo. Tal vez más delgado en la oscuridad del lugar, pero en realidad no es tan delgado. Tal vez más callado, pero me bastaron un puñado de visitas para arrancar en la conversación y darme cuenta de que tampoco era más callado. Puede que tuviera los ojos pequeños. Casi todas las personas de mediana edad tienen los ojos pequeños. Y los barman, más. Un barman o un camarero de toda la vida. Puede que tuviera la cara entera un poco más redonda, como si estuviera, igual que antes, arrobado, atento y otra vez en un segundo plano, canturreando alguna canción como un hombre muy simpático y muy solo, o puede que no. Un hombre que atendía la barra bajo una oscuridad agavillada por centellas de luz acaramelada.

El Manhattan no es ni un bar ni una cafetería, es más que todo eso: un lugar por el que merece la pena pagar y beber y llorar. Un lugar que te pide que te quedes allí hasta el fin de la noche, a esa hora en que el día es un fantasma magnífico, viejo y solitario, penetrado por la bruma de una isla. No sé qué isla, pero una isla al fin y al cabo.

20.7.10

A la zaga del Tiempo

En el momento en que apoyé ambos ojos sobre la pantalla del ordenador para leer la prensa digital comprendí que no había una sola razón para no ir. El reloj, rodeado de anaqueles, folios y páginas arrancadas de revistas, caminaba bastante lentamente hacia el mediodía del veinticinco de mayo. Una vez más tuve que ser rápido. El hombre a quien de alguna manera iba a ir a visitar, y a quien secretamente considero un amigo a pesar de lo irracional del hecho, ahora vive en un lugar que se encuentra a la zaga del tiempo. Un sitio poco adecuado, a estas alturas, para encontrarnos en el que todo —o no todo— se detiene por completo.

Ya puestos a ello me había autoconvencido de que no iba a ser posible que fuera. Primero pensé en realizar una llamada telefónica, pero esto no hubiese sido totalmente cierto debido a las circunstancias. Así es como empecé a pensar qué decir a su madre si al final me quedaba en Pamplona y marcaba los nueve dígitos en el teléfono móvil.

Al final fui. Tampoco tuve que realizar ninguna llamada. Supe que de no haber ido hubiese sido descortés por mi parte. Eso creí entonces.

Recorrí las calles de Pamplona obligándome a buscar una combinación de trenes que me acercaran a la ciudad Condal. Llegué a Barcelona siete horas más tarde y subí a un taxi. El taxista, un tipo sensato con la frente despejada, habló de política hasta que le solté un billete y me bajé para entrar en el edificio con esos nervios que en ocasiones uno es incapaz de mantener bajo control. Caminé hacia la salita tratando de decidir qué decir una vez que me reencontrara con Pato, envuelto en una multitud de pensamientos, llevándome la mano a las gafas constantemente, observando quién había entrado hasta ese momento en la salita donde el brillante fotoperiodista argentino Walter Astrada iba a recibir el IX Premio Miguel Gil de Periodismo.

"Nuestro trabajo es demostrar a la gente que no podrán poner ninguna excusa de que no sabían lo que estaba pasando" declaró Astrada para añadir luego: "Cada vez que estoy haciendo fotos o trabajando, tengo la sensación, pienso en que llevo una cámara que vale un montón de pasta enfrente de niños que se mueren de hambre. O en el caso de Madagascar, donde estaban matando a muchísimas personas. De verdad, creo que es nuestro trabajo, el trabajo que elegimos, estar ahí y demostrar lo que está pasando".

Lo que a continuación sigue son las palabras de Santiago Lyon antes de que se hiciera entrega del merecidísimo premio a Walter Astrada, quien se emocionó en una geografía de silencios por el recuerdo de Miguel y la presencia de Pato. Y es que Miguel estaba allí, con Walter y con todos, como había señalado Santiago. De otra manera pero definitivamente presente, un años más. A la zaga del Tiempo.

[+] En voz de Santiago Lyon:
Muy buenas tardes a todos y, en especial, a Doña Pato. Parece mentira que hayan pasado diez años desde que murió Miguel. De otras cosas me doy cuenta porque ahora necesito gafas para leer. Hablo en nombre del jurado, también a título personal, pero quiero reflejar algunos aspectos de Miguel, de su trabajo.

El día de ayer, hace diez años, una lluvia de balas acabó con las vidas de Miguel Gil Moreno y de uno de sus compañeros de viaje, el periodista estadounidense Kurt Schork. Y también ese día murieron cuatro de sus escoltas. Esa muerte de Miguel aquél día en una carretera de tierra, en la jungla de Sierra Leona, fue un golpe durísimo y una pérdida inmensa para mucha gente. La madre perdió a su hijo; sus hermanos perdieron a uno de los suyos; sus compañeros de trabajo perdieron a un periodista ejemplar y, en muchos casos, a un buen amigo; los telespectadores alrededor del mundo perdieron una cámara que servía de antorcha, que iluminaba los rincones más oscuros y violentos de nuestro mundo. Aquél día muchas personas perdieron su voz, su forma de ser escuchados a través de los reportajes que hiciera Miguel, sobre todo de los reportajes que todavía tenía por hacer. Aquél día todos perdimos a alguien extremadamente importante.

Pero, ¿quién era este hombre? ¿Quién era Miguel Gil Moreno de Mora? Yo le recuerdo como un hombre guiado por la fe. Más bien guiado por dos fes. Su fe religiosa, su profunda creencia católica, cristiana. Y la fe que tenía en la importancia y el valor de su labor periodística. Les hablo de la creencia, de la convicción, de la confianza, de la fe que guía cada día a miles de periodistas alrededor del mundo. La fe que tienen sus palabras, sus imágenes o el sonido que graban sirve para denunciar los males del mundo en que vivimos. La fe que tenemos los periodistas que, a través de la labor informativa, podemos hacer del mundo un lugar más justo y mejor para todos. Y la fe que tantos lectores depositan en los informadores para que les contemos las cosas tal y como son. La fe de que el periodismo ocupa un lugar imprescindible en cualquier sociedad democrática.

Miguel tenía y vivía esas dos fes: la religiosa y la profesional. Y ambas lo guiaban para quedarse en lugares a donde muy pocos querían ir. Por ejemplo, el asedio de Sarajevo donde aprendió por primera vez a manejar una cámara de video en circunstancias dramáticas, donde se enamoró de la imagen en movimiento y donde se dio cuenta del poder que tenía entre sus manos para dar voz a los sin voz. Saltamos a Kosovo, a finales de los años 90, donde Miguel logró convencer a las autoridades serbias para que le dejaran quedarse en la capital, Prístina, después de que todos los demás periodistas extranjeros fueran obligados a abandonar el país. Ahí logró grabar imágenes de la expulsión de centenares o miles de civiles kosovares en tren, imágenes que recordaban los viajes mortales que fueron obligados a hacer los judíos durante la tiranía nazi. El asedio de Grozni, en Chechenia, donde se libraba una guerra tan brutal que los historiadores la han comparado con los peores momentos de la Segunda guerra mundial, en lo que se refiere a la cantidad de proyectiles y otras armas lanzadas en contra de la población civil. El trabajo que hizo Miguel en Chechenia fue extraordinario, no tanto por las imágenes que logró grabar, que eran pocas y que tardaron en salir por problemas de comunicación, sino por la valentía que demostró tener. Ese viaje a Grozni fue una especie de bautismo de fuego, un viaje extremadamente peligroso que Miguel creyó necesario y en el que depositó toda la convicción, toda la fe que poseía en aquel momento.

Así que, ¿quién era este hombre? Para mi un hombre con el corazón enorme. Un hombre dedicado a su profesión. Realmente un magnífico tipo. Y a pesar de que ya no está físicamente aquí con nosotros, sí tengo fe y sí creo que vive su espíritu y su ejemplo en tantos periodistas alrededor del mundo. Y es ese espíritu el que buscamos los miembros del jurado al entregar el premio Miguel Gil de Periodismo. Es nuestra manera de asegurar que la llama sigue encendida.

Muchas gracias.

[+] Parte del trabajo de Walter Astrada:

- Cobertura de violencia en Madagascar. 2009

- La violación como arma de guerra en la República Democrática del Congo. 2009

- Kenia, violencia post electoral. 2007.

- Violencia contra las mujeres en Guatemala. 2006

19.7.10

No es lo último que se pierde

«La esperanza es lo primero que nace cuando todo está perdido», ha dicho Normando Hernández, uno de los presos políticos 'liberados' por los Castro, Fidel y Raúl, tan hermanos ellos. Se trata de una libertad maquillada, no hay duda. Y es que el hecho real, de facto, basta dar a la tecla y leer, es que se trata de un exilio forzado, el adiós de siempre con la mano, dejando atrás una salud ya perdida, horribles sufrimientos y luego la muerte de muchos compañeros y a los amigos que aguantan y sobreviven en las cárceles de Cuba.

En seguida, sin saber por qué, he abierto un libro que tengo en la biblioteca. El libro posee algo de lo que algún día quisiera hablarles, aunque no sé cómo. Sobretodo, porque el hecho de pensar en los padecimientos de Un Hombre (a quien me acerqué tan íntimamente primero por azar, luego con asombro y más tarde como un joven lector) es algo que siempre me ha interesado. Una lluvia mansa de esas que empiezan pero que no sabes cuándo terminan.

La fotografía del periódico (Normando pasea junto a su mujer por el aeropuerto de Barajas, tiene el rostro serio y las gafas ajustadas) bien podría parecer una más de Alejandro Panagulis y su periplo de aviones y aeropuertos junto a Oriana cuando, a su pesar, le fue concedida la amnistía de los coroneles. La imagen deja entrever una expresión de luto riguroso y el cuerpo delgado de Normando parece más delgado que nunca.

Pensando en la cruda y maravillosa última entrevista que Oriana Fallaci nos regaló en su libro Entrevista con la Historia, no puedo sino ver a Normando en el lugar de Alekos, con ojos llorosos, con una expresión denodada, como la que tiene el cubano y todos sus compañeros vivos o muertos, como la que tienen los poetas que viven en nidos de ratas, de pie contra la muerte.

Me he acordado así, de golpe, sin un nexo claro de unión, de Arkadi Babchenko, Vasili Grossman, Primo Levi, Eloi Leclerc o Ryszard Kapuscinski y su Guerra del fútbol. Porque... «a aquellos que, apáticos e inertes, se hunden en el abismo sin remisión ni resistencia, esperando tan sólo el choque de sus cuerpos contra el fondo, les basta con que en la oscuridad brille un sólo rayo de luz para emprender la escalada».

En aquél momento, al leer aquellas líneas, he pensado que apenas hay en el mundo nadie tan cercano a ellos, nadie que los comprenda mejor en el caleidoscopio de nuestras mil contradicciones.

Alekos, ¿qué significa ser un hombre?


Significa tener valor, tener dignidad. Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir que un amor se convierta en un ancla. Y significa luchar. Y vencer. Mira, más o menos lo que dice Kipling en aquella poesía titulada «Sí». Y para tí, ¿qué es un hombre?

Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.

15.7.10

Normal

122... 136... 141... Un automóvil de carreras huye por un disparo sin aminorar la marcha en la curva, un lugar del que sería posible irse y al que es imposible volver. Los sonidos rebotan por el circuito cerrado del rectángulo luminoso y todo sucede muy deprisa. (Le preguntaron una vez a alguien qué pasaba y él no respondió. Nadie responde. Por si acaso, yo ya dije que era algo difícil de entender). Las gotas de sudor se despegan y escriben algo en mi piel. Pinceladas, pájaros en el cielo de las plazas. Aprieto los dientes que cierran su frontera porque no sé si queda tiempo para reaccionar. Por eso, ahora, en este desorden que salpica añoro el fin de un mundo que se uniformiza ante nuestros ojos y donde la poesía de números complicados resurge. Es fascinante y a la vez incomprensible y normal.

Normal, digo. Tengo la impresión de que los últimos días he masticado mucho esa palabra. Cada vez que una duda se estanca, de una forma u otra alguien la pronuncia. Alguien dispuesto a repararlo todo y a quien le sudan las manos y los pies y a veces, aun así, te grita y te manda como si nada. La he oído en todos sus disfraces: tiznando con dulzura las imperfecciones de una vida; bajo un atisbo de autoridad enfatizando una vida mundana o absurda; incluso con una huella despreocupada como si otro discurso diferente no se pudiera tolerar. Por decir algo, observo que en algunos momentos inconfesables me he imaginado estrangulando al interlocutor de turno. Un fracasado al que la porquería sí se le mete en las orejas todo el tiempo.

Llego a un callejón sin salida cuando cada palabra vive la anarquía, cuando no hay armonía y no hay acuerdo.

Imaginando, me digo que podría estar en otras latitudes y observar cómo se escurre el mundo. Hasta la noticia más banal es una astilla, pienso. Una voz deshilachada de la prensa metida en un oído. Cualquier mañana mi padre podría tropezar con el café al leer en el periódico que su hija, dueña de sus zapatos y de sus huellas y tal vez más insensata o más valiente, sin desfallecer, la había emprendido a manotazos con el aspirante profesional. Apresada luego me trasladarían al Hospital de Oliva —el hospital mental— detrás del Peñón de Judas. Las vecinas, sin lamentarse, hablarían de una presencia que ya nunca podría ser imaginada fuera de esos muros. Tal vez, como imaginaba antes con la palabra normal, tal vez para ellas la vida o la muerte es lo de menos; tal vez cuenta más la propia percepción a pesar de sus desvíos y rodeos, más que la facilidad con que una vida puede partirse y dividirse.

Pero yo no me cansaría antes de llegar al fin de la carrera, yo me defendería de sus estupideces y sus ganas de bostezar y con cara de no haber roto un plato en esta tragedia oscura tendría el valor de decir: «Cuando las personas sin juicio ni criterio fingen saber o confunden la libertad de expresión con el derecho a opinar para rivalizar en ingenio o en orgullo, penetrando así en la vida de los demás, ocurren cosas como ésta... Que los buenos espíritus, los sensatos y pacientes perdemos los estribos pero no las razones». Y todos los presentes, con sus bocas desencajadas de puro asombro o fatiga y pendientes de lo que dijera, asentirían con la cabeza indicando que ahora tal cosa estaba bien o que tal otra cosa estaba mal.

Y es que al menos, dejémonos de bromas, de vez en cuando un singular ángel vestido de azul y blanco que lleva una plaquita de plástico con su nombre se acomoda a mi lado y sin que diga palabra, sólo con la sombra de su mano, me tranquiliza porque sabe dónde y cómo duele. No necesito saber más, sé que está las veinticuatro horas del día, en todo momento, vigilante a cada paso para que todo siga siendo normal. Disputando la carrera todavía.

154… 147… 102… 81… 135... Ya está aquí. Es increíble cómo el latido del corazón se abre camino en un caos como aquél. Mi sexto sentido se acentúa. Los números verdes en la pantalla. Al final llega a donde está la gente bajo la luz. Eso no explica mi calma innatural operando a niveles superiores cuando a los demás les tiemblan las manos. Flota sobre la última curva. El corazón martillea el pecho, bip-bip-bip, y siento cómo a fuerza de percusión llega a la sien. Esa es la mayor de las fuerzas porque de este hecho partiré siempre y a este hecho volveré siempre para reencontrarme.

Los recuerdos nunca serán tan nítidos como ahora. El llanto como un ruido que no conozco y algo que recordaré para la eternidad. El calor de la sangre. El olor de la piel. El primer amanecer de la vida. El primer horizonte. Un álamo respirando en la espesura. Un automóvil de carreras impasible allí a pocos metros de su madre.

La vida.

12.4.10

Guatemala ajena, a quemarropa...

“Después de todo no duermo bien” me dice H en la última carta. Me parece que tiene el alma agotada y el corazón oprimido. Es posible que ahora H, con el aspecto de quien espera algo, esté recorriendo las ruidosas calles de la colonia Gerardi en Ciudad de Guatemala. La colonia se construyó ―con el empuje de los maristas― para recibir a la población desplazada tras el paso de Mitch y su lluvia rota.

H tiene ojos oscuros, iluminados, a veces tristes, como si hubieran visto más lágrimas que nadie; como un barco que está queriendo hundirse en medio del color de la noche. H se asoma al horizonte, llena de fe estira los ojos hacia el cielo y ve una luz. "Que no decaiga tu fe, Jorge" me insiste. Cuando la recuerdo no le tengo miedo al Infierno. Entonces, confiado, dejo caer los brazos.

Con la última carta ―recibida hace una semana― ha trepado a mi memoria una frase del escritor Kirmen Uribe: “Las casas se mueren si nadie las habita, y también las personas”.

En cada carta que recibo H me habla de personas y casas que mueren sin un triste norte, en lo que todo es casual y corriente; me habla de una «Guatemala ajena, a quemarropa, verde y real» desde un amor y un dolor, ambos, que se necesitan como en un riguroso programa; me habla de un país de luchadores incansables que no ha despertado del todo; un país en el que aparentar es repulsivo y odioso, pero necesario; me habla de un país precioso que estalla cada día en un dramático clamor, sumido en el agujero negro de la historia y capital de la violencia no sólo por estadística.

Pero sobre todo me habla de personas.

Si no ha regresado antes a casa es para evitar que otros hogares caigan como flores en la cuneta. Sin embargo, es tal vez inevitable porque allí enfrente está, fácil, la posibilidad de la muerte, su sombra, cercana, dejando apenas un aviso para brotar por doquier y entrar, como por una escalinata alfombrada, vaciando sus puños por la tierra. Es una idea insoportable que H no permitiría por nada del mundo.

“Nada mejor cabe esperar” dicen muchos. Ella se resiste. Muchas veces pierde. Otras, gana. Así es H, valiente en extremo.

5.4.10

Una posible causa

Ayer salí con una muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, al que acompaña un apellido difícil de encontrar. Salimos a pasear por las calles de Pamplona. Tomamos una cerveza con algo de limón y un vino, solos, en un bar frente a la Catedral sin campanas, maquillada por andamios de aluminio. Afuera las mesas y sillas aguardaban vacías, brillando como un rescoldo, mientras el sol escupía rayos por entre las nubes con algo de lluvia.

“Te voy a dar un borrador para que escribas algo alegre” me dijo. Y eso me hizo pensar, rebuscar entre los ―pocos― textos que guardo sin desánimo como si de un extraño celo se tratara. Un celo que conserva la llave a una puerta que sólo uno mismo sabe por qué debe permanecer cerrada, libre de miradas y juicios ajenos. Un celo que, a su vez y tal vez, no deja de ser sino la trinchera en la que uno vive. Y claro, después de querer negar la mayor me di cuenta de que sí, de que tenía razón, de que ninguno de los ―pocos― textos que conservo aquí y allá, algunos de los cuales fueron a parar a la basura (por eso el aquí y allá) son alegres. Y quise abrir carpetas y cajones, destapar cajas, extender recortes y papeles borroneados con lápiz, releer hojas impresas por tinta de ordenador y páginas de libros olvidados en la repisa de la estantería, profanados por decenas de garabatos en los márgenes del texto.

Y una posible causa de la falta de alegría (o más bien sería una excusa barata) es que hace ya casi cinco años que mi querida madre agarró y luego, sin pensarlo, tiró a la basura del lado de allá una maleta llena de escritos, papeles, fotografías, recortes de prensa, etc. “El polvo era insoportable” dijo para justificar el delito. El golpe fue terrible, bajísimo, me enfadé y sentí deseos de caminar la oscuridad de un abismo, porque eso debe ser la utopía, mantenerse al filo del abismo. Y algo así, también, debe ser el desamparo.

No sé si al final el tiempo me permitió digerir la pérdida de aquella maleta llena de preguntas, afectos y socorros ―como diría Benedetti― que guardaba, entre otras cosas, una escalera y las huellas que un niño había de pisar para alcanzar las estrellas. Imaginaos el drama.

Y esa es una posible causa. Así que esperaré impaciente el borrador de la muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, para escribir algo alegre.

17.3.10

Insensatez

Me gusta Horacio Castellanos Moya. Nada voy a decir del escritor, ni siquiera de su libro. Esta noche me he aliado con lo poquísimo del día buscando luces por el patio. El libro lo he dejado sobre la cama. La luna está llena en su destello, como cubierta por vírgulas de polvo. Las agujas del reloj caminan rumbo a la medianoche.


Desde el patio sólo llega el maullido del gato de Violeta, la vecina viuda. Su marido murió hace cinco días de un infarto antes de volver al suelo triturado por el aeroplano que pilotaba. Igual era un ultraligero, no lo sé. Si sé que los vecinos y la gente del portal escucharon el arrebato por cada rincón del edificio. Por las ventanas y por el patio, como en una chimenea, entró el torrente de voz. Yo la observaba recostado en la terraza. Ella seguía con el corazón dándole tumbos, sentada en la cocina y las manos sobre la frente. Era estremecedor. Gritaba como una mujer que se queda viuda de ese modo. Una mujer cuya mitad se hace vacío en una cierta forma de prólogo antropológico, un prólogo mitad especie humana y mitad máquina. Su marido muerto, aplastado contra el terreno y el corazón licuado por el olvido que no impulsa el latir de nuevo. Un marido, por cierto, que leía Blade Runner cuatro o cinco veces al año. Un tornero que sabía sin pestañear, por una extraordinaria capacidad, pasajes enteros de la novela. Un piloto que reproducía diálogos para regar a su vez la melancolía de las calles y limpiar las tediosas conversaciones de hoy. Un hombre, al fin y al cabo, que dibujaba interrogantes en cada servilleta de la cajita de aluminio, preocupado siempre por el origen -o los orígenes- y el futuro del «ser humano». O tal vez más interesado por las teorías transformistas de Darwin, como le gustaba definir. «¿Por qué coño la gente piensa que es evolución? No tienen ni puta idea» decía al aire, contrariado, interpelando sin respuesta al camarero del bar Náutico antes de que acabara la música y empezara el baile.

Al terminar el cigarrillo he jugado a rozarme con los dedos el perfil abstracto de mi dentadura. Insuficiente, siempre, como una vida. Como la del marido de Violeta, pensaba que así de intermitente y tonta es la muerte de un ser humano.

Y el libro Insensatez de Horacio Castellanos Moya está lleno de ellas.

9.2.10

Auxilio

Sé que te pienso
cuando miro a la boca
y no veo los dientes

Llueve en la librería de cristal
sobre la claraboya
donde robamos antologías

El cucú acaba de dar
las dos de la mañana
Luego a RD lo mataron
de un tiro en la nuca
y yo subí las escaleras
de la facultad de ingeniería
¿o era de filosofía?
Subí las escaleras
en dirección a la biblioteca
(como una bala
de fabricación española
la cabeza sigue el destino
por tener una certeza)

Han pasado cuarenta años
por eso supe que no te mataron
con tu librito de poesía en la mano,
el que robamos
en la librería de cristal
y tú leías en el aseo
de la facultad
o en la intemperie
miserable de las calles
(¿O lo soñé?)

Hablan de certezas
¿llenas de qué?
Sé que no te veo cuando miro
las bocas de las pijas
y veo los dientes
que no son de ceniza,
por eso no te encuentro
ni siquiera en las putas
ni en las viejas,
lo sé porque se les riza el pelo
cuando las miro
y enseñan la boca vacía

Lo sé porque no sonríen.

7.2.10

La radio de color rojo

Lo único que llega con seguridad es la muerte, pienso. Él tenía su rostro blanco, la manos entrelazadas, colgándole rojas por el costado abierto. Ahora recuerdo este esbozo una y otra vez, y sólo el aroma de güisqui en la tacita da una tregua a mis propias meditaciones.

Pienso, sin embargo, que el hombre cayó sin hacer ruido. En la radio de la enfermería el locutor habló de una tarde magnífica, de un cielo azul y soleado sin viento. “No es el paraíso, pero se le parece” decía. Luego, bajo el cielo gris y el techo beige de la salita de operaciones con cierta clase de luz, de golpe me han rodeado hombres con uniformes verdes y blancos que tropezaban entre gritos y asombro, piel con piel, pisando el reguera de sangre que dejaba el herido en el piso. “¡Haga algo, doctor!” gritaban.

No era la primera vez que entraba a la salita un hombre así pero sí era la primera vez que un hombre entraba casi muerto. La mirada sin fuelle, trabada en un espanto de dolor y un hilo rojo saliendo de su boca. “Me doy cuenta” parecía decir.


La estela incansable de las enfermeras iba de un lado a otro apilando pinzas de mosquito, bolsitas de plasma y envoltorios con gasas en la mesa de operaciones. Enríquez se acercó para tomar el pulso y quebrar la taleguilla. Entonces le vi, el hombre apretó los dientes y casi sintió fuerzas para hablar. Un débil gemido escapó de sus labios ahorcados. Tosió tres veces muy levemente y no dijo nada. Su respiración sonaba estrangulada, como inflada. “No es nada, muchacho” dije. Luego, al ver la camisa sin las chorreras en aquél panorama de agujeros y sangre, pensé que el hombre que tenía enfrente estaba hecho una mierda.

“Tenemos pocos minutos” susurró Enríquez. Fue imposible negarlo. El hombre, como un blasón de proa en forma de tauro entró a la enfermería en estado de shock, inicialmente consciente y con una pérdida masiva de sangre. Las enfermeras le limpiaron la boca que estaba llena de arena, aseguraron la administración de oxígeno y empezaron a presionarle cada herida. La visión era dantesca. Los labios escondidos bajo los dientes y el pecho descamisado que empezaba a cubrirse de más vendas, gasas y compresas. Por el costado izquierdo la terrible herida abierta miraba de frente. “¿Hemos vuelto a perder, tan pronto?”, me preguntaba mientras seguíamos el procedimiento con profesionalidad.

Recuerdo con precisión que varios minutos antes el doctor Enríquez y las enfermeras, por una extraña distorsión, habían sacudido entre risas unas cuantas gotas por los pétalos de un ramillete de rosas que había en la salita. Pensándolo ahora me conmuevo. En ese instante por la radio portátil de color rojo el locutor hablaba del afecto con que el chico trenzó media docena de verónicas. “Como pétalos de rosa envolviendo la fiereza, disfrazando la violencia del animal” dijo. Y escuchándolo parecía que los dos, toro y hombre, se hubieran serenado hasta volverse un sentimiento tranquilo y habitual. “Torea bien, a veces con cierta pereza, pero dondequiera que se ubique mantiene quieto el corazón. Es valiente. Tiene un temperamento intelectual pero aún no es un artista. Es demasiado joven. Puede llegar a serlo” dijo. Era patético.

Durante los veinte minutos que aguantó el chico, los hombres de uniformes verdes y blancos no dejaban de preguntar del otro lado. Afuera la policía y algunos oportunistas les impedían el paso. Se oían más voces: los subalternos, las otras cuadrillas, los periodistas. Se oía por el hilo de la radio de color rojo al locutor enfrascado en conjeturas, diciendo que había signos de mejoría en el estado del chico. Sólo mentía. La salita estaba llena de envoltorios tirados. Todo tirado por el suelo, como pintado de sangre. Ya no se oía susurrar a Enríquez ni a las enfermeras.

En la radio portátil de color rojo, varias horas después, alguien ha dicho que al chico lo mandaron a morir a la arena. Y me importa una mierda. Las enfermeras de vez en cuando secaban sus dedos mojados de sangre en la bata. Le han visto echar el último aire, casi consciente, casi atento, casi mirándonos a Enríquez y a mí encima de la camilla metálica mientras ellas se afanaban asustadas pero profesionales, y él con ese rostro tan terriblemente arrugado. Entonces ellas volvieron a llorar y Enríquez y yo aguardamos escuchando al locutor. Algún día comprenderán, acerté a pensar.

Afuera no hace más de quince grados. Sobre el escritorio hay una sola lámpara que ilumina el sillón y las hojas quedan en la oscuridad. La ciudad está en silencio y queda un olor de antes. Me he asomado al vidrio de la ventana y luego he girado sobre el armario para observar atónito y descubrir que se ven como halos en el espejo, y yo mirándome interrogado como convencido de la miserable vida cuando celebra la muerte, de que por una extraña ley no podía haber hecho nada para salvar la vida del matador de toros.

Cuando termine la taza de güisqui lo que haré es llenarla de nuevo y hundirme en el viejo sillón, romper los papeles borroneados con lápiz y sintonizar un hilo de clásica en la radio de color rojo. Acaso intentar dormir, sorbo a sorbo, hasta que el chico cierre los ojos y deje de mirarme.