29.11.09

La Alameda (o la pérdida)

Caminaba cabizbajo por la Alameda y Lucio creía que sí era un buen poeta. Rosa nunca se lo dijo, aunque sí lo pensaba. Le daba vergüenza afirmarlo, sentirse desnuda como se sentía, débil ante el torrente de una vida que imaginaba en hijos y un modesto apartamento en la playa. A su manera mantenía un estoicismo que nadie que lo cruzase adivinaría, y que ni siquiera, por muchos cenáculos literarios que hubieran frecuentado a lo largo de sus vidas, serían capaces de imaginar. Caminaba cabizbajo y cegado por la brillantina de una luna de plata que siempre, al anochecer, degüella los días. En eso pensaba e insistía con una rudeza ajena a un adolescente. La alta barda que caía a un lado proyectaba una sombra sobre el sombrero que portaba con arrojada sentencia. Lucio se veía un poeta solemne que claudicaba ante todos.

Los médicos fueron francos con él. Rosa apenas hubiera aguantado una hora, unos minutos no más. Los médicos fueron escuetos y claros como deben ser. La policía no detuvo al asesino hasta pasados dos años cuando otra jovencita apareció degollada. Lucio pensó en el paseo que dio por la Alameda esos días más otoñales que nunca tres años atrás. Rosa tenía diecinueve años y él justo cumplía veintidós. Tenía una novela, su primera, a medio terminar. Rosa la leía y le sonreía cada vez que se miraban. No era una buena correctora. Siempre le decía «Me encanta pirata». «Gracias nena» le decía Lucio. Rosa le quería y Lucio lo sabía, y el poeta fracasado y la Rosita, como él la llamaba, tomaban champán y hacían el amor después de esas inmensas tardes a la vera de las olas en la playa de San Andrés rodeados de manuscritos sucios y mojados (con los poemas bañados en el mar salado) que ambos hundían hechos pedazos en montañas y castillos de arena. A Lucio le complacía la tenacidad con que la Rosita procuraba entender lo que escribía, como el poema en honor a Bolaño y los valientes con Billy the Kid descerrajando balazos de aquí para allá. «Es un esterpanto» decía Rosa. «Esperpento mi nena» decía Lucio.


Rosa avanzó varios pasos y de puntillas asomó la cabeza. En la fuente del parque unas llamas la hicieron sacudirse. Una risa brotó de la oscuridad y henchida con la diligencia de quien retuvo la valentía inocente de tantos poetas (y aquí, cuando Bolaño reprodujo el cruel asesinato en las dependencias de la comisaría del Distrito V con el detective Arturo Belano, Lucio imaginó a la Rosita pensando en él y no pudo reprimir un puñetazo sobre la mesa. La agonía del poeta que camufla el dolor. Se dio lástima y miró al techo de luces de neón evitando que algunas lágrimas entre millones que le sangraban por dentro encontrasen una salida al exterior del mundo, insultando a la fea dama que apresa jovencitas como Rosa y todas las... ¿Pero quién es valiente ante la muerte?) introdujo el libro de poemas de Lucio por el agujero de la bolsa y marchó heroica hacia el misterio. Sus labios grises estaban encorvados; acaso predijeron la escena; la película en formato de ocho milímetros; poema fugaz y sincero de toda una vida al lado de Lucio, del poeta valiente, exiliado al fracaso y a la pérdida sin trabajo ni nómina, ni sueldo ni seguridad social; ahora exiliado eternamente de la Rosita que yacía hundida en los tentáculos cárdenos de la bella dama.

«Una nueva carcajada la debió atacar de golpe» dijo Arturo Belano apurando el último cigarrillo. «Cierto, la Rosita no se hubiera dado la vuelta y la navaja no hubiera acertado en el...» Lucio se calló y sintió a la bella dama que brota sigilosa purgando sueños y fantasías de cualquier joven que espera satisfecho, seguro de su existencia y de su vida y ajeno al filo de la navaja rutilante que destella sorpresa y sumisión. El rostro de la joven se mantuvo incólume. Cerró los ojos y retrocedió dos pasitos para caer sentada de cuclillas mientras varios rayos de sol despuntaban tratando de atravesar el cielo encapotado del que brotaban los astros de un desierto negro que partía del horizonte, del final del cielo y de la tierra, y que Rosa seguía recordando con cada vez más dilatados ojos, agonizando en ese charco helado color de rojo.

Lucio hizo un gesto ecléctico: entre resignado y valeroso. Por lo menos ha aparecido el asesino, pensaba. «La pista del último cadáver nos llevó directos a él» dijo Bolaño. «Por eso te llamamos cuando lo apresamos esta mañana» dijo Arturo. Tomaron un taxi en la parada más próxima a la comisaría y Lucio y los dos detectives se dirigieron a la Alameda. Una vez que llegaron Lucio les dio un apretón de manos y la única foto que tenía de Rosa (ambos abrazados y Lucio dando la espalda a la cámara, sumido en el paisaje del mar azul; Rosa apoyada en su hombro mirando al fotógrafo desconocido) en la playa de San Andrés. «No se si el regusto amargo de la pérdida se asienta mejor de golpe» dijo Lucio. «Entonces quédate la foto» dijo Bolaño.