15.2.11

El juego de la paz

Hay lecturas que descansan en la trastienda del corazón durante mucho tiempo. La guerra más cruel de Arkadi Babchenko es una de ellas. Escribió este libro porque no podía llevar la guerra dentro. Este relato es una joya que llena silencios de todo y donde un soldado toca el corazón evocando, entre otras cosas, un piso y la singular compañía de una mujer en medio la crudeza incompresible de la guerra y el infinito desamparo.

El piso

En Grozni tenía un piso. De hecho, tenía muchos en aquella ciudad: lujosos, modestos, algunos con muebles de caoba, otros totalmente destruidos, grandes, pequeños; en fin, pisos de todo tipo. Aunque éste era especial para mí.

Lo encontré en el distrito número I, en un edificio amarillo de cinco plantas. Las llaves pendían de la puerta, forrada de piel barata de imitación. Los propietarios las habían dejado allí, como diciendo: “Pasen, pero no lo destrocen, por favor”.

No era lujoso, pero estaba en perfecto estado. Se notaba que hasta hacía bien poco había estado habitado; seguramente los propietarios habían huido antes del asalto a Grozni. Era muy confortable y tranquilo, y dentro de él tenía la sensación de que no hubiera guerra. Contaba con un mobiliario sencillo, algunos libros, las paredes forradas con empapelado viejo, alfombras. Estaba muy ordenado y no lo habían saqueado. Incluso los cristales de las ventanas estaban enteros.

El día que lo encontré no llegué a entrar. Cuando volví a mi pelotón, no le hablé a ningún compañero sobre el hallazgo, porque no quería que nadie metiera sus manos en aquella parcela de paz ni revolviera los armarios, curioseara las fotografías o rebuscara en los cajones. Tampoco quería que nadie pisoteara los objetos con sus botas, tratara de encender la estufa o destrozara el parqué para obtener leña.

Era un remanso de paz, un pedazo de aquella vida tranquila y serena que tanto añoraba. Una vida en la que no había guerra, tan sólo la familia, la mujer amada, las conversaciones a la hora de cenar, los planes de futuro… Era mi piso, sólo mío, mi hogar.

Un día inventé un juego. Al atardecer, cuando empezaba a oscurecer, llegaba del trabajo a casa, abría la puerta ‒¡si supierais lo feliz que me hacía abrir mi piso con mis llaves!‒, entraba y me dejaba caer en el sillón. Echaba la cabeza atrás, encendía un cigarrillo y cerraba los ojos…

…Ella se acercaba, se acurrucaba en mis rodillas y, con dulzura, apoyaba su cabecita sobre mi pecho.

‒¿Dónde has estado todo este tiempo, cariño? Te he estado esperando.
‒Perdona, me he entretenido en el trabajo.
‒¿Has tenido un mal día?
‒Sí, hoy he matado a dos.
‒¡Bien hecho! Estoy muy orgullosa de ti. ‒Me daba un sonoro beso en la mejilla y me acariciaba‒. ¡Cielos! ¿Qué te pasa en las manos? ¿Es del frío? ‒decía mientras apoyaba su pequeña mano de piel fina y perfumada sobre mis zarpas, ásperas, sucias, agrietadas y ensangrentadas.
‒Sí, es del frío y del barro. Pero no es nada, sólo un eccema, ya se me pasará.
‒No me gusta nada tu trabajo. Tengo miedo, ¡vayámonos de aquí!
‒Nos iremos sin falta, querida, pero aguanta un poco. Cuando hayamos cumplido nuestra misión en el distrito número 9 y me licencia nos iremos, pero espera un poco más.

Ella se levantaba e iba a la cocina, caminando con suaves pasos sobre la alfombra.

‒¡Ve a lavarte las manos! Vamos a cenar, he preparada borsch. Es auténtico, no como aquel brebaje crudo que os dan en el trabajo. Hay agua en el baño, la he traído del surtidor. Se ha congelado, pero la podemos derretir, ¿no?
Después servía el borsch, me acercaba el plato y se sentaba enfrente de mí.
‒¿Y tú?
‒Ya he comido antes. Anda, empieza. Pero ¡quítate el cinturón de granadas, tontito! ‒se reía sonoramente, como una campanita‒. ¡Las estás metiendo en la sopa! Dámelas, las pondré en el alféizar. ¡Dios mío, qué sucias están! ¿No te da vergüenza?

Las cogía, las limpiaba con un trapo y las dejaba sobre el alféizar.

‒Por cierto cariño, hoy he limpiado también tu lanzacohetes, el que está junto al armario; estaba lleno de polvo. ¿No te enfadas? Pensaba que igual me regañarías… Me da un medio: mientras lo limpiaba, pensaba: «¿Y si me dispara?» ¿Te lo vas a llevar al trabajo? ¡Guardémoslo en el trastero!
‒Tranquila, me lo llevaré hoy. Quizá lo necesite esta noche, cuando me cruce con alguno de los francotiradores.
‒¿Te marchas ya?
‒Sí, he venido sólo un momento.

Se me acercaba, me rodeaba el cuello con los brazos y se apretaba contra mí.

‒Vuelve pronto, te estaré esperando. Ten mucho cuidado con los disparos.

Me abrochaba bien los correajes y descubría un pequeño agujero en el hombro de mi camisa.

‒Cuando vuelvas, te la coseré. ‒Me besaba‒. Bueno, vete, que vas a llegar tarde. Ten mucho cuidado… Te quiero.

De repente, abría los ojos y me quedaba un rato sentado sin moverme. Me sentía totalmente vacío. La ceniza del cigarrillo había caído sobre la alfombra. Me invadía una sensación de melancolía, pero a la vez estaba feliz, como si en realidad todo aquello hubiera ocurrido…

Iba a aquel piso continuamente, cada día, y repetía una y otra vez mi juego, el «juego de la paz». Lo sé, era un poco retorcido con aquello de las granadas en el trastero y todo eso, pero ¿qué más daba?

Al cabo de un tiempo, cuando nos disponíamos a abandonar la ciudad para seguir avanzando, pasé por el piso por última vez. Me quedé de pie en el umbral y, con cuidad, cerré la puerta.

Las llaves, las dejé puestas.