5.4.10

Una posible causa

Ayer salí con una muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, al que acompaña un apellido difícil de encontrar. Salimos a pasear por las calles de Pamplona. Tomamos una cerveza con algo de limón y un vino, solos, en un bar frente a la Catedral sin campanas, maquillada por andamios de aluminio. Afuera las mesas y sillas aguardaban vacías, brillando como un rescoldo, mientras el sol escupía rayos por entre las nubes con algo de lluvia.

“Te voy a dar un borrador para que escribas algo alegre” me dijo. Y eso me hizo pensar, rebuscar entre los ―pocos― textos que guardo sin desánimo como si de un extraño celo se tratara. Un celo que conserva la llave a una puerta que sólo uno mismo sabe por qué debe permanecer cerrada, libre de miradas y juicios ajenos. Un celo que, a su vez y tal vez, no deja de ser sino la trinchera en la que uno vive. Y claro, después de querer negar la mayor me di cuenta de que sí, de que tenía razón, de que ninguno de los ―pocos― textos que conservo aquí y allá, algunos de los cuales fueron a parar a la basura (por eso el aquí y allá) son alegres. Y quise abrir carpetas y cajones, destapar cajas, extender recortes y papeles borroneados con lápiz, releer hojas impresas por tinta de ordenador y páginas de libros olvidados en la repisa de la estantería, profanados por decenas de garabatos en los márgenes del texto.

Y una posible causa de la falta de alegría (o más bien sería una excusa barata) es que hace ya casi cinco años que mi querida madre agarró y luego, sin pensarlo, tiró a la basura del lado de allá una maleta llena de escritos, papeles, fotografías, recortes de prensa, etc. “El polvo era insoportable” dijo para justificar el delito. El golpe fue terrible, bajísimo, me enfadé y sentí deseos de caminar la oscuridad de un abismo, porque eso debe ser la utopía, mantenerse al filo del abismo. Y algo así, también, debe ser el desamparo.

No sé si al final el tiempo me permitió digerir la pérdida de aquella maleta llena de preguntas, afectos y socorros ―como diría Benedetti― que guardaba, entre otras cosas, una escalera y las huellas que un niño había de pisar para alcanzar las estrellas. Imaginaos el drama.

Y esa es una posible causa. Así que esperaré impaciente el borrador de la muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, para escribir algo alegre.

17.3.10

Insensatez

Me gusta Horacio Castellanos Moya. Nada voy a decir del escritor, ni siquiera de su libro. Esta noche me he aliado con lo poquísimo del día buscando luces por el patio. El libro lo he dejado sobre la cama. La luna está llena en su destello, como cubierta por vírgulas de polvo. Las agujas del reloj caminan rumbo a la medianoche.


Desde el patio sólo llega el maullido del gato de Violeta, la vecina viuda. Su marido murió hace cinco días de un infarto antes de volver al suelo triturado por el aeroplano que pilotaba. Igual era un ultraligero, no lo sé. Si sé que los vecinos y la gente del portal escucharon el arrebato por cada rincón del edificio. Por las ventanas y por el patio, como en una chimenea, entró el torrente de voz. Yo la observaba recostado en la terraza. Ella seguía con el corazón dándole tumbos, sentada en la cocina y las manos sobre la frente. Era estremecedor. Gritaba como una mujer que se queda viuda de ese modo. Una mujer cuya mitad se hace vacío en una cierta forma de prólogo antropológico, un prólogo mitad especie humana y mitad máquina. Su marido muerto, aplastado contra el terreno y el corazón licuado por el olvido que no impulsa el latir de nuevo. Un marido, por cierto, que leía Blade Runner cuatro o cinco veces al año. Un tornero que sabía sin pestañear, por una extraordinaria capacidad, pasajes enteros de la novela. Un piloto que reproducía diálogos para regar a su vez la melancolía de las calles y limpiar las tediosas conversaciones de hoy. Un hombre, al fin y al cabo, que dibujaba interrogantes en cada servilleta de la cajita de aluminio, preocupado siempre por el origen -o los orígenes- y el futuro del «ser humano». O tal vez más interesado por las teorías transformistas de Darwin, como le gustaba definir. «¿Por qué coño la gente piensa que es evolución? No tienen ni puta idea» decía al aire, contrariado, interpelando sin respuesta al camarero del bar Náutico antes de que acabara la música y empezara el baile.

Al terminar el cigarrillo he jugado a rozarme con los dedos el perfil abstracto de mi dentadura. Insuficiente, siempre, como una vida. Como la del marido de Violeta, pensaba que así de intermitente y tonta es la muerte de un ser humano.

Y el libro Insensatez de Horacio Castellanos Moya está lleno de ellas.

9.2.10

Auxilio

Sé que te pienso
cuando miro a la boca
y no veo los dientes

Llueve en la librería de cristal
sobre la claraboya
donde robamos antologías

El cucú acaba de dar
las dos de la mañana
Luego a RD lo mataron
de un tiro en la nuca
y yo subí las escaleras
de la facultad de ingeniería
¿o era de filosofía?
Subí las escaleras
en dirección a la biblioteca
(como una bala
de fabricación española
la cabeza sigue el destino
por tener una certeza)

Han pasado cuarenta años
por eso supe que no te mataron
con tu librito de poesía en la mano,
el que robamos
en la librería de cristal
y tú leías en el aseo
de la facultad
o en la intemperie
miserable de las calles
(¿O lo soñé?)

Hablan de certezas
¿llenas de qué?
Sé que no te veo cuando miro
las bocas de las pijas
y veo los dientes
que no son de ceniza,
por eso no te encuentro
ni siquiera en las putas
ni en las viejas,
lo sé porque se les riza el pelo
cuando las miro
y enseñan la boca vacía

Lo sé porque no sonríen.

7.2.10

La radio de color rojo

Lo único que llega con seguridad es la muerte, pienso. Él tenía su rostro blanco, la manos entrelazadas, colgándole rojas por el costado abierto. Ahora recuerdo este esbozo una y otra vez, y sólo el aroma de güisqui en la tacita da una tregua a mis propias meditaciones.

Pienso, sin embargo, que el hombre cayó sin hacer ruido. En la radio de la enfermería el locutor habló de una tarde magnífica, de un cielo azul y soleado sin viento. “No es el paraíso, pero se le parece” decía. Luego, bajo el cielo gris y el techo beige de la salita de operaciones con cierta clase de luz, de golpe me han rodeado hombres con uniformes verdes y blancos que tropezaban entre gritos y asombro, piel con piel, pisando el reguera de sangre que dejaba el herido en el piso. “¡Haga algo, doctor!” gritaban.

No era la primera vez que entraba a la salita un hombre así pero sí era la primera vez que un hombre entraba casi muerto. La mirada sin fuelle, trabada en un espanto de dolor y un hilo rojo saliendo de su boca. “Me doy cuenta” parecía decir.


La estela incansable de las enfermeras iba de un lado a otro apilando pinzas de mosquito, bolsitas de plasma y envoltorios con gasas en la mesa de operaciones. Enríquez se acercó para tomar el pulso y quebrar la taleguilla. Entonces le vi, el hombre apretó los dientes y casi sintió fuerzas para hablar. Un débil gemido escapó de sus labios ahorcados. Tosió tres veces muy levemente y no dijo nada. Su respiración sonaba estrangulada, como inflada. “No es nada, muchacho” dije. Luego, al ver la camisa sin las chorreras en aquél panorama de agujeros y sangre, pensé que el hombre que tenía enfrente estaba hecho una mierda.

“Tenemos pocos minutos” susurró Enríquez. Fue imposible negarlo. El hombre, como un blasón de proa en forma de tauro entró a la enfermería en estado de shock, inicialmente consciente y con una pérdida masiva de sangre. Las enfermeras le limpiaron la boca que estaba llena de arena, aseguraron la administración de oxígeno y empezaron a presionarle cada herida. La visión era dantesca. Los labios escondidos bajo los dientes y el pecho descamisado que empezaba a cubrirse de más vendas, gasas y compresas. Por el costado izquierdo la terrible herida abierta miraba de frente. “¿Hemos vuelto a perder, tan pronto?”, me preguntaba mientras seguíamos el procedimiento con profesionalidad.

Recuerdo con precisión que varios minutos antes el doctor Enríquez y las enfermeras, por una extraña distorsión, habían sacudido entre risas unas cuantas gotas por los pétalos de un ramillete de rosas que había en la salita. Pensándolo ahora me conmuevo. En ese instante por la radio portátil de color rojo el locutor hablaba del afecto con que el chico trenzó media docena de verónicas. “Como pétalos de rosa envolviendo la fiereza, disfrazando la violencia del animal” dijo. Y escuchándolo parecía que los dos, toro y hombre, se hubieran serenado hasta volverse un sentimiento tranquilo y habitual. “Torea bien, a veces con cierta pereza, pero dondequiera que se ubique mantiene quieto el corazón. Es valiente. Tiene un temperamento intelectual pero aún no es un artista. Es demasiado joven. Puede llegar a serlo” dijo. Era patético.

Durante los veinte minutos que aguantó el chico, los hombres de uniformes verdes y blancos no dejaban de preguntar del otro lado. Afuera la policía y algunos oportunistas les impedían el paso. Se oían más voces: los subalternos, las otras cuadrillas, los periodistas. Se oía por el hilo de la radio de color rojo al locutor enfrascado en conjeturas, diciendo que había signos de mejoría en el estado del chico. Sólo mentía. La salita estaba llena de envoltorios tirados. Todo tirado por el suelo, como pintado de sangre. Ya no se oía susurrar a Enríquez ni a las enfermeras.

En la radio portátil de color rojo, varias horas después, alguien ha dicho que al chico lo mandaron a morir a la arena. Y me importa una mierda. Las enfermeras de vez en cuando secaban sus dedos mojados de sangre en la bata. Le han visto echar el último aire, casi consciente, casi atento, casi mirándonos a Enríquez y a mí encima de la camilla metálica mientras ellas se afanaban asustadas pero profesionales, y él con ese rostro tan terriblemente arrugado. Entonces ellas volvieron a llorar y Enríquez y yo aguardamos escuchando al locutor. Algún día comprenderán, acerté a pensar.

Afuera no hace más de quince grados. Sobre el escritorio hay una sola lámpara que ilumina el sillón y las hojas quedan en la oscuridad. La ciudad está en silencio y queda un olor de antes. Me he asomado al vidrio de la ventana y luego he girado sobre el armario para observar atónito y descubrir que se ven como halos en el espejo, y yo mirándome interrogado como convencido de la miserable vida cuando celebra la muerte, de que por una extraña ley no podía haber hecho nada para salvar la vida del matador de toros.

Cuando termine la taza de güisqui lo que haré es llenarla de nuevo y hundirme en el viejo sillón, romper los papeles borroneados con lápiz y sintonizar un hilo de clásica en la radio de color rojo. Acaso intentar dormir, sorbo a sorbo, hasta que el chico cierre los ojos y deje de mirarme.

4.12.09

Leamos a Roberto Bolaño

Permanecí en la reunión una hora, calculo. En el bolsillo izquierdo de la zamarra, qué digo zamarra, en mi marinera tenía el teléfono y tenía una piedra en el pecho, por así decirlo. Tenía frío en las manos y al mismo tiempo tenía como ganas de que todo pasara rápido. Al salir de la reunión sé que seguí caminando, abriéndome paso entre las calles sin prestar demasiada atención a las huellas que iban quedando de mis pasos. Luego, algo sofocado, relajé la marcha y me detuve bajo la luz de una farola iluminada, fiel reflejo de esa noche violácea cuando el sol se apaga y no deja de llover. En una noche así se iba sumiendo Pamplona. Quería encender un cigarrillo y seguir caminando en dirección al número dieciséis de la calle Tudela. Aquella noche tenía que llegar hasta la librería Auzolan. Vámonos, rápido, me dije.

La gente ya estaba sentada en el fondo de la librería cuando llegué. Después de intercambiar unas palabras con un fotógrafo que me ofreció un lugar, me senté en una sillita de madera y vi cómo el escritor y crítico literario Roberto Valencia hablaba y la gente escuchaba, les hablaba sin moverse de su sitio, ensoñado en un punto impreciso más allá de la salita, moviendo la cabeza varias veces, a su manera, navegando por el mundo clarísimo e inabarcable de Roberto Bolaño y su literatura.

'¿Por qué debemos leer a Roberto Bolaño?' llevaba por título el encuentro que con las últimas luces del martes organizó el Foro Auzolan de la mano de Roberto Valencia. Un espacio que quiere arrojar luz a las ideas y a las emociones, a los discursos que vuelcan los libros sobre nosotros, a menudo jóvenes lectores de inocente entusiasmo. Porque el lector muchas veces nada sospecha y se entrega sin miedo y finge ver una silueta, creo yo, sólo una silueta o una historia que cuenta algo y que por momentos uno cree comprender en un rincón de su trastero, como si cada libro leído descansara en el trastero. Y como explicó en la radio Roberto Valencia hace varias semanas: “Esa necesidad normalmente permanece escondida porque no existen ni foros ni círculos, o existen muy pocos, en los que personas cualificadas puedan guiarnos en ese intercambio de ideas que el libro genera en nosotros”.

Más que nada escuchábamos y respirábamos. Roberto Valencia seguía hablando con su voz despreocupada navegando por la literatura de Roberto Bolaño en un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, recorriendo la vida de Bolaño y el continente de unas letras que yo había captado mal o que de plano no había entendido.


¿Por qué hay que leer a Roberto Bolaño? Más allá de que evoque soledades, melancolía y carnicerías, y de que su largo y ancho viaje entre de lleno en el Mal, con mayúscula, hay una serie de razones a las que apuntó Roberto Valencia que a continuación citaré tal y como él explicó:

1ª Razones literarias: Bolaño es, o el último escritor del 'Boom' o el primer escritor que reniega del 'Boom', toda aquella narrativa latinoamericana que renovó profundamente la literatura en castellano y que abrió todo un continente a una nueva dimensión literaria. Bolaño es el primer escritor que planta un punto y aparte, y empieza escribir una novela realista, profundamente metropolitana, una novela que no está forzosamente planteada en Latinoamérica.

2ª Razones políticas: Bolaño aborda el tema de la necrosis política de cierta parte de Latinoamérica, es decir, todo el tema de las dictaduras y la impugnación de derechos civiles, y lo hace sin ninguna concesión a la literatura maravillosa, a la literatura bonita. Cuando Bolaño nos habla de un dictador, nos habla desde la crudeza que deberíamos exigir a la literatura. No le añade florituras, no le añade sabor tropical, no le añade entornos maravillosos y nostálgicos.

3ª Razones estructurales: Bolaño echa por tierra un montón de los cánones literarios de la novela actual no sólo en Latinoamérica, sino de todo el mundo, y varias de sus novelas no tienen final. Son novelas muy poco decimonónicas que plantean de una manera brutal qué es la novela, qué unidad interna tiene que tener la novela en un tiempo en el que la literatura se ha adocenado, se ha convertido en algo previsible con unas formas muy estandarizadas.

4ª Razones biográficas: La vida de Bolaño logra captar la imaginación y la curiosidad del lector. Enseguida nos sentimos impresionados.

5ª Razones de estilo: El estilo de Bolaño es arisco, difícil, crudo, doloroso. ¿Qué es una escritura de calidad?, le preguntaron una vez. Bolaño respondió: “Pues, lo que siempre ha sido. Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura, básicamente, es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio, a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere y los libros y los amigos y la comida”. Bolaño está más del lado de quienes utilizan la literatura como un modo de conocimiento, pese a quien pese y duela a quien duela.

6ª Razones generacionales: Como hemos dicho antes, Bolaño escapa de las coordenadas que trabajaron magistralmente García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, etc.

7ª Razones vitales
: Bolaño escenifica en su propia vida el compromiso vital entre la vida y el arte. No ceder un paso atrás cuando uno lo que tiene es un proyecto vital literario, y cuando uno lo que quiere es realizar una obra y dárnosla a nosotros como lectores. A Bolaño le surgieron bastantes posibilidades de mejorar su modo de vida. Vivir en la calle, en una casa que no tenía mesa o escribir en el suelo tuvo que ser doloroso para él. Las tentaciones de renunciar a eso e insertarse en una vida laboral más cómoda fueron frecuentes. Sin embargo, él tuvo claro que si trabajaba unos pocos meses al año ya sea como vigilante de camping o como limpia-platos, era realmente para pagar los grandes espacios de vacío y poder escribir aunque fuera en unas condiciones vitales duras.

Luego Roberto Valencia se adentró en los temas del autor chileno dejando traslucir el tema central (poco abordado en la literatura contemporánea) del Mal como un cuento corto de terror, algo sobre lo que intentaré escribir, algún día, si es que soy capaz.

Terminó el encuentro. La luna menguante se instalaba entre la lluvia y yo volví a casa deslizando pasos raudos por las calles de Pamplona, calles que se suceden una a otra y poco a poco, ordenadamente.