6.12.10

Una mañana

Es lunes por la mañana en lo más frío del invierno. La montaña espera en la intimidad de sus espaldas. Pedro –un jardinero de mediana edad– está sentado en las escaleras que suben a nuestro departamento en una de esas casas de dos plantas que se extienden a lo largo de una avenida en forma de hileras individuales.

Hemos sorbido dos tazas de café tostado para evitar que los ojos se nos cerraran de nuevo. Pedro acaba de fumarse un cigarrillo sentado en las escaleras y ahora mira a lo lejos, más allá de la arboleda, con las manos unidas ante la cara como un puente y el humo opaco de las chimeneas en el frío. El cielo gris está abierto sobre nosotros y el jardinero marca con sus ojos el tiempo desde los tejados.

‒Quiero que llegue el miércoles ‒me dice‒.
‒No queda nada, Pedro ‒respondo‒.
‒Hasta que no tenga el coche no voy a estar tranquilo ‒añade dando las últimas caladas‒.

A los pocos segundos Pedro arrugó la frente como si buscase una expresión y dijo algo de que el aburrimiento se ha apoderado del hombre. No lo dijo con estas mismas palabras, pero da igual. Luego se quedó inmóvil mirando otra vez hacia los tejados. Sé a qué se refería cuando habló del aburrimiento. Yo guardé silencio. Siempre me ha gustado el silencio. A veces es lo mejor que sé hacer. Le di una palmada en la espalda y pensé lo cerca del abismo que lo he conocido manteniéndose allí, en el aquí y ahora, sin nada. Perseguido, sufriendo en silencio y con la soledad que aplasta como si el propio mundo se perdiera ante la neblina del amanecer de todos los días. Porque cada día después de comer sobrevenían las horas más difíciles, aquellas en que la mayoría de las personas sucumben. Él repetía el café, fumaba, hojeaba por centésima vez el televisor y fumaba de nuevo.

Después Pedro se ha ido y yo he regresado a mi habitación. Llevaba varias horas despierto. Fui a sentarme otra vez en la cama y me puse a ordenar papeles, apuntes y libros. Transcribí diez minutos de la presentación de libro de Roberto Valencia que tuvo lugar la semana pasada en la biblioteca Francesca Bonnemaison. Luego, antes de continuar con mi tesis sobre el mantenimiento de aerogeneradores, he pasado el aspirador y hecho la cama colocando ‒esta vez sí‒ un colchón a modo de dos pisos como la casa en que vivimos. Mi cama es pequeña pero ahora es ligeramente más alta y cálida para sentarse y leer y tal vez descansar en un remanso de paz, un pedazo de aquella vida compartida, tranquila y serena que uno tanto añora; más alta y cálida para escuchar música y observar al otro lado del vidrio la montaña mágica que tanto me fascina.

He abierto las amplias ventanas nubladas del salón y he aguantado inmóvil, recibiendo un golpe de aire frío y necesario antes de beber otra taza de café con su aroma desvaneciéndose en lo más frío de esta mañana. Reconforta, eso lo sé seguro.

Al cabo de una hora Pedro ha regresado. Traía una amplia sonrisa al departamento que compartimos en una avenida, como ya he dicho, llena de casas en forma de hileras individuales que discurren a las afueras de un pueblo solitario.

La sonrisa del jardinero, como un inesperado regalo, es hoy lo más importante.

4.12.10

No nos mojamos y tampoco el sol quema

Acabo de leer una reflexión de Joseba Louzao sobre "la masa". Y sobre la libertad. Y sobre nosotros. Me ha dado algo de miedo. No hay nada más que prender la radio, el televisor o internet ‒en estos tiempos que nos acechan‒ para sentir el ruido incesante de la calle, el ruido creciente de la ciudad, el paisaje de hambruna política y malestar donde las mezquindades quedan ‒o quedarán‒ silenciadas de manera natural.

¿Puede el futuro de los hombres encontrar esperanza en "la masa"? “La masa nos secuestra. Pertenecemos a ella y ella nos pertenece, no lo olvidemos”, dice Joseba.

Con esta idea pongamos por caso que la ciudad es "la masa". Luis Martín Santos expresaba en su obra Tiempo de Silencio ‒con un sarcasmo terrible‒ la idea de que la ciudad era siempre un reflejo del propio hombre.
“El hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno de cuyos rincones es un recoge-perdidos perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar natural…”
Con todo esto pienso que la libertad está enterrada cuando la conciencia interior se difumina entre nosotros y "la masa", sin pertenecer a uno ni a otro. Y sin la libertad, ¿qué vale la pena?.

Desde hace pocos días, tal vez como un antídoto personal ante "la masa" y otras razones, cuelga de mi ventana una hoja donde he escrito algo que me dijo, con otras palabras, Francesca Petringa: "Para mí, a cualquier persona que (por la mañana) al despertarse, a pesar de tener un techo cálido (sobre su cabeza) y algo de comida (en la despensa) y una familia (o amigos que le quieren), la porquería se le mete en los ojos y la boca todo el tiempo, con innegables gestos de hastío, amargura y mal humor, habría que prohibirle entonces, por egoísta, caminar las calles y los caminos de este mundo".

Pues eso, apaguemos el mundo insensible que nos rodea.

27.9.10

Una nueva Edad Media

Un hombre está sentado al otro lado de la acera, tras un paso de peatones. El hombre, por lo demás de boca gruesa y rostro digno, bebe vino mientras observa a un lado y luego al otro antes de extender la mano para pedir algo, dinero o un cigarrillo. Es tarde de verano en una ciudad española de la costa, a orillas del mar Mediterráneo. Ahora el hombre se inclina sobre el cartón, se detiene antes de pegar los labios y extiende una amplia sonrisa. El sol aún ilumina por entre las ramas de un árbol, los edificios y las nubes. Cada cosa tiene su tiempo. De repente, con una piedad que no sospecharíamos, se da cuenta de que existe. Es de esas raras personas que pueden amar la vida por lo que ésta tiene de más sencillo y de más bello. Los ciudadanos van de una calle a otra y se oye, además de ruido ‒un ruido descomunal de automóviles y voces‒ música de fondo; notas sueltas y cada vez más calladas. Como ya he dicho, es tarde de verano. Los últimos días antes del otoño cuando la ciudad disfraza la desgana en el corazón. Junto al equipaje del hombre, a sus pies y a orillas de un árbol, descansa un libro de Berdiaev.

22.7.10

El Manhattan

A la vuelta de la esquina está un trocito de Nueva York. Lo mismo podría ser una fotografía. O lo mismo es una isla. O una suave brisa. Ahí está un bar —llamémoslo así— donde todos se encuentran con todos. Un lugar de los que apenas quedan. Allí cualquiera es un buen cliente. Cada vez que yo iba, tenía que pagar algo. Entrar allí es viajar de noche, recorrer mil kilómetros en la noche de la música. Todas las canciones suenan ahí de manera diferente con un delicadísimo roce. Ni tú mismo puedes ser como fuiste.


La pareja de enfrente ya no hablaba. La edad acentuaba la diferencia entre ellos y yo. El camarero tomó una servilleta blanca, la hizo chasquear como un latiguillo hasta envolverse la mano, luego tomó una botella de champán y como un maestro de ceremonias llenó dos copas mientras la banda, al otro lado de la barra y del tiempo, tocaba I Cover the Waterfront de Lester Young. El interior no era muy oscuro, pero evidentemente era oscuro y no había mucha gente. Nunca hay mucha gente.

Las miradas, con mayor o menor grado de disimulo, siempre convergen en Miguel. Todos parecen conocerle desde la más tierna infancia. Miguel sirve un copa con la sonrisa feliz y repetidos gestos de asentimiento que parecen decir: hola, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera. Miguel, que es muy discreto, se vuelve sobre sí mismo canturreando en voz baja, elegante de chaleco y pajarita, agazapado en su rincón de la barra, en su vida, un lugar encantador, su castillo de música. Estamos en el Manhattan, número cuarenta de la calle Olite.

Miguel es... no sé cómo decirlo. Tal vez más delgado en la oscuridad del lugar, pero en realidad no es tan delgado. Tal vez más callado, pero me bastaron un puñado de visitas para arrancar en la conversación y darme cuenta de que tampoco era más callado. Puede que tuviera los ojos pequeños. Casi todas las personas de mediana edad tienen los ojos pequeños. Y los barman, más. Un barman o un camarero de toda la vida. Puede que tuviera la cara entera un poco más redonda, como si estuviera, igual que antes, arrobado, atento y otra vez en un segundo plano, canturreando alguna canción como un hombre muy simpático y muy solo, o puede que no. Un hombre que atendía la barra bajo una oscuridad agavillada por centellas de luz acaramelada.

El Manhattan no es ni un bar ni una cafetería, es más que todo eso: un lugar por el que merece la pena pagar y beber y llorar. Un lugar que te pide que te quedes allí hasta el fin de la noche, a esa hora en que el día es un fantasma magnífico, viejo y solitario, penetrado por la bruma de una isla. No sé qué isla, pero una isla al fin y al cabo.

20.7.10

A la zaga del Tiempo

En el momento en que apoyé ambos ojos sobre la pantalla del ordenador para leer la prensa digital comprendí que no había una sola razón para no ir. El reloj, rodeado de anaqueles, folios y páginas arrancadas de revistas, caminaba bastante lentamente hacia el mediodía del veinticinco de mayo. Una vez más tuve que ser rápido. El hombre a quien de alguna manera iba a ir a visitar, y a quien secretamente considero un amigo a pesar de lo irracional del hecho, ahora vive en un lugar que se encuentra a la zaga del tiempo. Un sitio poco adecuado, a estas alturas, para encontrarnos en el que todo —o no todo— se detiene por completo.

Ya puestos a ello me había autoconvencido de que no iba a ser posible que fuera. Primero pensé en realizar una llamada telefónica, pero esto no hubiese sido totalmente cierto debido a las circunstancias. Así es como empecé a pensar qué decir a su madre si al final me quedaba en Pamplona y marcaba los nueve dígitos en el teléfono móvil.

Al final fui. Tampoco tuve que realizar ninguna llamada. Supe que de no haber ido hubiese sido descortés por mi parte. Eso creí entonces.

Recorrí las calles de Pamplona obligándome a buscar una combinación de trenes que me acercaran a la ciudad Condal. Llegué a Barcelona siete horas más tarde y subí a un taxi. El taxista, un tipo sensato con la frente despejada, habló de política hasta que le solté un billete y me bajé para entrar en el edificio con esos nervios que en ocasiones uno es incapaz de mantener bajo control. Caminé hacia la salita tratando de decidir qué decir una vez que me reencontrara con Pato, envuelto en una multitud de pensamientos, llevándome la mano a las gafas constantemente, observando quién había entrado hasta ese momento en la salita donde el brillante fotoperiodista argentino Walter Astrada iba a recibir el IX Premio Miguel Gil de Periodismo.

"Nuestro trabajo es demostrar a la gente que no podrán poner ninguna excusa de que no sabían lo que estaba pasando" declaró Astrada para añadir luego: "Cada vez que estoy haciendo fotos o trabajando, tengo la sensación, pienso en que llevo una cámara que vale un montón de pasta enfrente de niños que se mueren de hambre. O en el caso de Madagascar, donde estaban matando a muchísimas personas. De verdad, creo que es nuestro trabajo, el trabajo que elegimos, estar ahí y demostrar lo que está pasando".

Lo que a continuación sigue son las palabras de Santiago Lyon antes de que se hiciera entrega del merecidísimo premio a Walter Astrada, quien se emocionó en una geografía de silencios por el recuerdo de Miguel y la presencia de Pato. Y es que Miguel estaba allí, con Walter y con todos, como había señalado Santiago. De otra manera pero definitivamente presente, un años más. A la zaga del Tiempo.

[+] En voz de Santiago Lyon:
Muy buenas tardes a todos y, en especial, a Doña Pato. Parece mentira que hayan pasado diez años desde que murió Miguel. De otras cosas me doy cuenta porque ahora necesito gafas para leer. Hablo en nombre del jurado, también a título personal, pero quiero reflejar algunos aspectos de Miguel, de su trabajo.

El día de ayer, hace diez años, una lluvia de balas acabó con las vidas de Miguel Gil Moreno y de uno de sus compañeros de viaje, el periodista estadounidense Kurt Schork. Y también ese día murieron cuatro de sus escoltas. Esa muerte de Miguel aquél día en una carretera de tierra, en la jungla de Sierra Leona, fue un golpe durísimo y una pérdida inmensa para mucha gente. La madre perdió a su hijo; sus hermanos perdieron a uno de los suyos; sus compañeros de trabajo perdieron a un periodista ejemplar y, en muchos casos, a un buen amigo; los telespectadores alrededor del mundo perdieron una cámara que servía de antorcha, que iluminaba los rincones más oscuros y violentos de nuestro mundo. Aquél día muchas personas perdieron su voz, su forma de ser escuchados a través de los reportajes que hiciera Miguel, sobre todo de los reportajes que todavía tenía por hacer. Aquél día todos perdimos a alguien extremadamente importante.

Pero, ¿quién era este hombre? ¿Quién era Miguel Gil Moreno de Mora? Yo le recuerdo como un hombre guiado por la fe. Más bien guiado por dos fes. Su fe religiosa, su profunda creencia católica, cristiana. Y la fe que tenía en la importancia y el valor de su labor periodística. Les hablo de la creencia, de la convicción, de la confianza, de la fe que guía cada día a miles de periodistas alrededor del mundo. La fe que tienen sus palabras, sus imágenes o el sonido que graban sirve para denunciar los males del mundo en que vivimos. La fe que tenemos los periodistas que, a través de la labor informativa, podemos hacer del mundo un lugar más justo y mejor para todos. Y la fe que tantos lectores depositan en los informadores para que les contemos las cosas tal y como son. La fe de que el periodismo ocupa un lugar imprescindible en cualquier sociedad democrática.

Miguel tenía y vivía esas dos fes: la religiosa y la profesional. Y ambas lo guiaban para quedarse en lugares a donde muy pocos querían ir. Por ejemplo, el asedio de Sarajevo donde aprendió por primera vez a manejar una cámara de video en circunstancias dramáticas, donde se enamoró de la imagen en movimiento y donde se dio cuenta del poder que tenía entre sus manos para dar voz a los sin voz. Saltamos a Kosovo, a finales de los años 90, donde Miguel logró convencer a las autoridades serbias para que le dejaran quedarse en la capital, Prístina, después de que todos los demás periodistas extranjeros fueran obligados a abandonar el país. Ahí logró grabar imágenes de la expulsión de centenares o miles de civiles kosovares en tren, imágenes que recordaban los viajes mortales que fueron obligados a hacer los judíos durante la tiranía nazi. El asedio de Grozni, en Chechenia, donde se libraba una guerra tan brutal que los historiadores la han comparado con los peores momentos de la Segunda guerra mundial, en lo que se refiere a la cantidad de proyectiles y otras armas lanzadas en contra de la población civil. El trabajo que hizo Miguel en Chechenia fue extraordinario, no tanto por las imágenes que logró grabar, que eran pocas y que tardaron en salir por problemas de comunicación, sino por la valentía que demostró tener. Ese viaje a Grozni fue una especie de bautismo de fuego, un viaje extremadamente peligroso que Miguel creyó necesario y en el que depositó toda la convicción, toda la fe que poseía en aquel momento.

Así que, ¿quién era este hombre? Para mi un hombre con el corazón enorme. Un hombre dedicado a su profesión. Realmente un magnífico tipo. Y a pesar de que ya no está físicamente aquí con nosotros, sí tengo fe y sí creo que vive su espíritu y su ejemplo en tantos periodistas alrededor del mundo. Y es ese espíritu el que buscamos los miembros del jurado al entregar el premio Miguel Gil de Periodismo. Es nuestra manera de asegurar que la llama sigue encendida.

Muchas gracias.

[+] Parte del trabajo de Walter Astrada:

- Cobertura de violencia en Madagascar. 2009

- La violación como arma de guerra en la República Democrática del Congo. 2009

- Kenia, violencia post electoral. 2007.

- Violencia contra las mujeres en Guatemala. 2006