12.11.09

el Tiempo

Desde que la conocí me pasaba los días cautivo en el único bar de la ciudad. No era nada que mereciera el placer pero el tiempo anidaba y yo carecía de compromisos laborales. Era un recién licenciado en una carrera de ciencias y había optado por el camino de la lanza libre, fácil y directo pero quebradizo. Llevaba a cuestas, entre otras cosas, un viejo reproductor de cedés y dentro, regulando el corazón cual gramola, sonaba A thousand Kisses Deep de Chris Botti y su mágica trompeta. A veces leía algo, otras tomaba té con medialunas y casi siempre me divertía observar a la gente cuando empujaban la puerta y el batiente, de madera y hierro, hacía sonar una campanilla que resonaba por todo el local.



Entonces, cuando llegó el día volviéndose corto el calendario, fui a buscarla y nos dirigimos en taxi al aeropuerto. Volamos catorce horas antes de aterrizar en un país lejano. Al llegar supe que a ella le gustaban los sitios cómodos pero allí no había un lugar así a donde ir. Caminamos desde la pista de los aviones en busca del bazar central, ella y yo, decididos a celebrar el encuentro después de tanta ausencia. Ella vestía un shalwar kameez que le iba como la seda.

—He traído el vestido nuevo para que lo veas —dijo.
—Estás guapísima —dije yo. Y lo pensaba de verdad.

Me entraron ganas de contarle historias de este país y de su gente que, como alguien decía, se encuentran entre los más extraordinarios de la Tierra. La cogí de la mano, la llevé hasta un patio y dije:

—Toma.
Ella no lo comprendió bien del todo.
—Es un regalo —aclaré.
—¿Para quién?
—Para tí.
—Estás loco.

Nos abrazamos como dos chiquillos. El regalo consistía en un pequeño corazón de madera, tallado con habilidad mística, que al girarlo sobre uno de sus ejes dibujaba un cruz. Un día, hace pocos meses, el azar me había hecho darme de bruces con el viejo boceto que guardaba en uno de mis libros, y más tarde había encontrado en la ciudad al artesano capaz de construir aquello que yo había sido incapaz, perdida la paciencia, semanas atrás.

Llegamos a una plaza enorme. En medio del caos estaba el Gran Mausoleo que domina el bazar central, a donde millares de hombres y mujeres todavía acuden para rezar y presentar sus respetos. El hombre a quien está dedicado debió ser el fundador de la nación.

Todo era un paisaje de agujeros de piedra acribillados por la artillería. En las calles había quien rezaba, quien leía y quien alienaba objetos poniéndolos en orden, para vender. Luego empleamos un buen rato en buscar alguna calle tranquila y nos topamos con un pequeño restaurante que ofrecía tés variados y un buen puré. Ella no había comido en un restaurante así en su vida. Empujé la puerta y el lugar estaba vacío. El camarero, un hombre alto y de buena complexión, de barba corta y rojiza, con la cabeza cubierta por un sombrero blanco, nos recibió con una amplia sonrisa que luego torció en una mueca de circunspección. Nos miró a los dos y dijo que, de hecho, los forasteros no van nunca al restaurante.

Después de comer caminamos lentamente respirando silencio, el último regalo cuando no hay palabras. Fuera la ciudad había desaparecido tragada por la nube de arena. Las farolas iluminadas parecían circular como los ojos encendidos de los automóviles. Ella comenzó a decir algo haciendo que aquel momento y aquella cercanía duraran.

—Las cosas todavía tienen una razón y las palabras todavía señalan las cosas —dijo despacio, como sin querer.

¿Qué se supone que quiso decir? Aún le doy vueltas al asunto. El caso es que aquél día, detrás de la nube de arena lucía un hermoso sol difuminado y el hecho de ir caminando por aquél lejano país, con ella al lado, fortalecía la idea de que nosotros somos el Tiempo, sin antes ni después, y de que estamos hechos para algo mejor que el desarraigo.

9.11.09

Mortales que fingen ser eternos

Cuando tenía trece años y volví de la escuela mi madre me dijo: «Corre al cuarto a ver lo que te han traído».

En el cuarto había un gran sobre amarillo. Estaba apoyado sobre la silla. Yo nunca les había dicho a mis padres que pasaba los días en la escuela tramando habitar planetas y estrellas, alejándome de las penas naturales. Mi madre lo dejó en el cuarto para darme una sorpresa. Así que no tuve más remedio que alegrarme muchísimo y correr con todas mis fuerzas por el pasillo. El sobre venía desde Houston, donde está el cuartel general de la agencia norteamericana del espacio. Quiero decir, el remite dejaba bien claro quién lo enviaba: la NASA.

Era un sobre amarillo y grande. Al principio no sabía qué hacer, si abrirlo rápidamente o contemplarlo lleno de emoción delante de mi madre que estaba apartada mirándome bajo el vano de la puerta con la cabeza gacha y la nariz rozándole las rodillas.

Uno puede querer mucho una cosa. Luego pasan los años, va y se olvida. O quiere mucho otra cosa, o ya no quiere nada y vive como si cada día fuera uno más. ¡Sólo uno más! Mortales que fingen ser eternos. Y eso me pasó a mí cuando cumplí catorce años y me olvidé de la carta y de ser astronauta.


Es difícil querer una cosa sin creer en ella, y alguna vez uno se ve tentado. Por ejemplo, muchas personas van a misa los domingos porque es un deber, dicen predicando sin mucha gana. Pero luego dan un mal paso y ellos sólo se aman a sí mismos; cambian la sonrisa por el desprecio, como si nada quisieran repartir. Entonces un áspero pensamiento me asfixia: ¡El amor no puede ser así!

Yo suelo ir a una iglesia de la compañía de Jesús donde (salvando por obvia la fe) el ingenio, el amor y el heroísmo son cimientos de su obra. Gracias a Dios el Padre jesuita es un hombre duro y valiente. Me recuerda a Clint Eastwood en su papel de El Extranjero en Infierno de Cobardes, aunque el vaquero del Oeste es un verdadero hijo de puta. El resto de personajes son miserables que destilan traición y cobardía, y se pudren en un pueblo de paisajes abrasados. Es por ello que El Extranjero ejecuta la venganza personal en una atmósfera de justicia poética. ¿No es antes preferible un mundo de canallas que uno de cobardes?

Si de algo estaba seguro varios años después, a pesar de haber vivido tan poco tiempo y tras abandonar la escalera a las estrellas, es que la gente debe rebelarse, tarde o temprano, en contra de la uniformidad y la indiferencia.

Eso hizo El Extranjero, que era un canalla pero tenía valor.

Y a eso hemos renunciado nosotros, hoy en día, en medio de una ingeniería social 'bienintencionada' que se levanta como erial de la muerte tibia, dejando escapar la necesidad urgente de emprender cualquier proeza con tal de ser indiferentes a la débil naturaleza de la justicia; con tal de sabernos vencidos y sin compasión.

7.11.09

Preguntas

Hay días en que uno se levanta haragán, recorre el pasillo hasta la cocina, abre un armario, toma con sigilo un vaso de cristal o una taza y la llena de café. Las más de las veces café del día pasado, amargo y duro, extinto de aroma y que sabe a rayos. En días así uno siente en el estómago una losa pesada, como un cuadrúpedo o toda una línea de cincuenta percherones forrados de hierro, con los fulanos encima dispuestos a usar el martillo y lo que hay detrás para prepararlo: decenas de caballos, sesenta o más palafreneros, castillos, tierras y siervos, remordimientos que no expían. Entonces uno se hace preguntas, o al menos lo intenta. ¿Esta Europa va a ser una casa o un mercado?

Empiezo a sollozar en un silencio totalmente elocuente. Al otro lado de la ventana hay un runrún, miro y sin embargo todo está callado y parece tarde y huele tarde. Mi pavor aumenta por momentos. Me hago preguntas. ¿Por qué la mayor parte de las caras de la gente parecen tan agobiadas o inexpresivas o amargas?

Anoche, mientras cenábamos, tuve la extravagante idea de proponer a papá y mamá deshacernos de la televisión. Sólo lo pasaremos mal una semana, dije. Luego no la echaremos de menos y estaremos en paz, añadí en un intento futil por convencerlos.


Ya en los años 30 Rudolf Arnheim, gran teórico de la cultura, advirtió de que la televisión iba a ser una de las pruebas más rigurosas para nuestro conocimiento. Nos alertaba de que la televisión podrá enriquecer nuestras mentes pero también podrá aletargarlas. «El ser humano confundirá al mundo tal como lo perciben sus sensaciones con el mundo interpretado por el pensamiento, y creerá que ver es comprender» escribió en su libro Film as Art. ¿Por qué hemos permitido que la televisión se convierta, dentro de la sociedad moderna, en uno de los instrumentos más poderosos de formación y socialización de las personas? ¿Por qué hemos permitido que sustituyan en buena parte a la familia, la escuela o la Iglesia como instancia de creación y transmisión de la cultura? ¿Por qué hemos permitido que sea una gran fábrica de consumo social y de alienación masiva?

Era lógico que papá y mamá no me tomaron en serio, pero estar en paz era algo que de verdad creía.

5.11.09

El arco de colores

El arco de colores era Infulene, un nido en los arrabales de Maputo. Allí, a finales de 1988, el día después del fin de dieciséis años de guerra civil, varias hermanas salesianas fueron en busca de un sueño que es el más atrevido, entregar amparo donde hay olvido, y enfrentadas al odio de los bravos, a ideologías con metralleta, a múltiples peripecias y persecuciones políticas, levantaron, hombro con hombro y piedra a piedra, el centro de acogida Don Bosco para niños de la calle. Hoy en día, con sus luces y sus sombras, como el corazón de una orden que no se da nunca por vencido, el lugar es también una escuela primaria de niños y niñas.

El complejo del centro de acogida lo forman diez edificaciones de una sola planta, todas separadas y construidas en un sólido estilo que recuerda al de los barracones militares y a la «Escuela Técnico Oficial», cercana a Kigali, en la que se inspiró la película Disparando a perros.

Cuando se abrió la casa de acogida entraron hacia este resquicio de luz en la miseria, con problemas nada superficiales, más de dos centenares de niños con derecho al amor, huérfanos y abandonados, de entre seis y ocho años. Veinte años después apenas quedan veinticinco chicos.


Estábamos a mitad de camino, desconcertados por un atardecer intermitente y una brisa fresca. María Luisa hablaba del país, porque durante muchas semanas lo había sufrido en los rincones del alma. Alzó un párpado y luego un dedo, se ajustó las gafas y continuamos esquivando las piedras del camino, cautelosos, aprendiendo algo de la soledad.

—Durante la guerra las calles estaban desiertas. La paz llegó el 4 de octubre —un breve silencio abrazó el rugido del todoterreno y la misionera continuó hablando— Al día siguiente aquí había decenas de personas preparadas para trabajar la tierra. Antes de la guerra la gente no trabajaba porque los militares y los soldados lo robaban todo. Y para robar mataban. Entonces nadie cultivaba nada porque tenían miedo. ¡Era muy miserable… dieciséis años de guerra civil! —dijo forzando los labios a mantener un principio de sonrisa, tal vez amable, conservando algún secreto.

—Es una historia triste —añadió sin hacer mucho ruido.

29.6.09

The grey weekend (Correo desde Irán)

Transcribo el correo que recibí hace pocos días de una joven iraní, desde Teherán. Lo he traducido respetando el sentido del mensaje original en inglés:


Después de muchos años decidimos apostar por las votaciones. La cuestión era elegir entre algo perverso y algo peor. Pero en cualquier caso el "cambio" ineludiblemente había comenzado. Elegimos el color verde como un símbolo de la democracia y el 12 de junio fuimos a depositar nuestro voto en las cabinas electorales. La gente se alegraba de que un cambio pudiera llegar, se presentía en el ambiente. Cuando el sábado 12 de junio anunciaron los resultados nadie lo podía entender.

De manera automática la multitud invadió las calles y una voz dijo: “¿Dónde está mi voto?”. El gobierno y la cúpula militar habían traficado con los votos de la gente.

—Arrópala y ven aquí.
—¡Ven aquí! Ayúdame a abrirle la boca para que pueda respirar.
—¡Ten cuidado con su cabeza!
—¡Date prisa que se está muriendo!
—¡Están aplastando a la gente!
—Que no te asusten. Nosotros estamos juntos.

No podía soportarlo más y dejé de fotografiar a las personas, compatriotas míos que estaban muriéndose. Guardé la cámara debajo de un árbol y volví al lugar, había decenas de heridos. Empecé a realizar la respiración artificial a uno de ellos. Abrí la camisa teñida de rojo y alguien comenzó a chillar. Le grité que apretara las heridas con lo que quedara de la camisa. Había muchísimas personas ensangrentadas y tratamos de ayudar a muchos de ellos llevándolos al hospital; algunos murieron.

Dos personas me auparon sobre sus hombros. Saqué la cámara de fotos y enfoqué a la muchedumbre; no quería más rostros sangrientos. El gentío que atravesaba las calles no tenía fin. La brutalidad de las milicias basij motorizadas estaba en las miradas y las heridas de la gente. Una vez más había sangre por todas partes. Los golpes me alcanzaron y no cesaron en su brutalidad. Rompieron la cámara y me dejaron un brazo malherido pero no pudieron quebrar mi corazón. Más tarde escribí en Facebook: “Si vencemos no lo olvidaré”.

Ese mismo día un corresponsal extranjero observaba los acontecimientos con miedo. Le pedí prestada su cámara para sacar más fotos, él accedió y regresé por entre la multitud. Hice fotografías de caras ensangrentadas y labios apretados. Cuando me volví a reunir con él le devolví la cámara, la apoyé a la altura de su corazón y le dije: “Cuídala”

Con lágrimas en los ojos me dijo: "Eres valiente. Venceréis"


Ahora he regresado a casa y estoy tendida sobre el piso. Ha oscurecido, observo las magulladuras y me hago varias preguntas: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? Sólo era una protesta silenciosa. Tienes que luchar por los sueños, así que levántate temprano.

Estoy agotada y tengo miedo; no quiero ver a mis amigos morir delante de mí. Es hora de ir a la cama y dormir, mañana habrá mucho que hacer.

Xagros Izady,
Desde Irán