15.7.10

Normal

122... 136... 141... Un automóvil de carreras huye por un disparo sin aminorar la marcha en la curva, un lugar del que sería posible irse y al que es imposible volver. Los sonidos rebotan por el circuito cerrado del rectángulo luminoso y todo sucede muy deprisa. (Le preguntaron una vez a alguien qué pasaba y él no respondió. Nadie responde. Por si acaso, yo ya dije que era algo difícil de entender). Las gotas de sudor se despegan y escriben algo en mi piel. Pinceladas, pájaros en el cielo de las plazas. Aprieto los dientes que cierran su frontera porque no sé si queda tiempo para reaccionar. Por eso, ahora, en este desorden que salpica añoro el fin de un mundo que se uniformiza ante nuestros ojos y donde la poesía de números complicados resurge. Es fascinante y a la vez incomprensible y normal.

Normal, digo. Tengo la impresión de que los últimos días he masticado mucho esa palabra. Cada vez que una duda se estanca, de una forma u otra alguien la pronuncia. Alguien dispuesto a repararlo todo y a quien le sudan las manos y los pies y a veces, aun así, te grita y te manda como si nada. La he oído en todos sus disfraces: tiznando con dulzura las imperfecciones de una vida; bajo un atisbo de autoridad enfatizando una vida mundana o absurda; incluso con una huella despreocupada como si otro discurso diferente no se pudiera tolerar. Por decir algo, observo que en algunos momentos inconfesables me he imaginado estrangulando al interlocutor de turno. Un fracasado al que la porquería sí se le mete en las orejas todo el tiempo.

Llego a un callejón sin salida cuando cada palabra vive la anarquía, cuando no hay armonía y no hay acuerdo.

Imaginando, me digo que podría estar en otras latitudes y observar cómo se escurre el mundo. Hasta la noticia más banal es una astilla, pienso. Una voz deshilachada de la prensa metida en un oído. Cualquier mañana mi padre podría tropezar con el café al leer en el periódico que su hija, dueña de sus zapatos y de sus huellas y tal vez más insensata o más valiente, sin desfallecer, la había emprendido a manotazos con el aspirante profesional. Apresada luego me trasladarían al Hospital de Oliva —el hospital mental— detrás del Peñón de Judas. Las vecinas, sin lamentarse, hablarían de una presencia que ya nunca podría ser imaginada fuera de esos muros. Tal vez, como imaginaba antes con la palabra normal, tal vez para ellas la vida o la muerte es lo de menos; tal vez cuenta más la propia percepción a pesar de sus desvíos y rodeos, más que la facilidad con que una vida puede partirse y dividirse.

Pero yo no me cansaría antes de llegar al fin de la carrera, yo me defendería de sus estupideces y sus ganas de bostezar y con cara de no haber roto un plato en esta tragedia oscura tendría el valor de decir: «Cuando las personas sin juicio ni criterio fingen saber o confunden la libertad de expresión con el derecho a opinar para rivalizar en ingenio o en orgullo, penetrando así en la vida de los demás, ocurren cosas como ésta... Que los buenos espíritus, los sensatos y pacientes perdemos los estribos pero no las razones». Y todos los presentes, con sus bocas desencajadas de puro asombro o fatiga y pendientes de lo que dijera, asentirían con la cabeza indicando que ahora tal cosa estaba bien o que tal otra cosa estaba mal.

Y es que al menos, dejémonos de bromas, de vez en cuando un singular ángel vestido de azul y blanco que lleva una plaquita de plástico con su nombre se acomoda a mi lado y sin que diga palabra, sólo con la sombra de su mano, me tranquiliza porque sabe dónde y cómo duele. No necesito saber más, sé que está las veinticuatro horas del día, en todo momento, vigilante a cada paso para que todo siga siendo normal. Disputando la carrera todavía.

154… 147… 102… 81… 135... Ya está aquí. Es increíble cómo el latido del corazón se abre camino en un caos como aquél. Mi sexto sentido se acentúa. Los números verdes en la pantalla. Al final llega a donde está la gente bajo la luz. Eso no explica mi calma innatural operando a niveles superiores cuando a los demás les tiemblan las manos. Flota sobre la última curva. El corazón martillea el pecho, bip-bip-bip, y siento cómo a fuerza de percusión llega a la sien. Esa es la mayor de las fuerzas porque de este hecho partiré siempre y a este hecho volveré siempre para reencontrarme.

Los recuerdos nunca serán tan nítidos como ahora. El llanto como un ruido que no conozco y algo que recordaré para la eternidad. El calor de la sangre. El olor de la piel. El primer amanecer de la vida. El primer horizonte. Un álamo respirando en la espesura. Un automóvil de carreras impasible allí a pocos metros de su madre.

La vida.

12.4.10

Guatemala ajena, a quemarropa...

“Después de todo no duermo bien” me dice H en la última carta. Me parece que tiene el alma agotada y el corazón oprimido. Es posible que ahora H, con el aspecto de quien espera algo, esté recorriendo las ruidosas calles de la colonia Gerardi en Ciudad de Guatemala. La colonia se construyó ―con el empuje de los maristas― para recibir a la población desplazada tras el paso de Mitch y su lluvia rota.

H tiene ojos oscuros, iluminados, a veces tristes, como si hubieran visto más lágrimas que nadie; como un barco que está queriendo hundirse en medio del color de la noche. H se asoma al horizonte, llena de fe estira los ojos hacia el cielo y ve una luz. "Que no decaiga tu fe, Jorge" me insiste. Cuando la recuerdo no le tengo miedo al Infierno. Entonces, confiado, dejo caer los brazos.

Con la última carta ―recibida hace una semana― ha trepado a mi memoria una frase del escritor Kirmen Uribe: “Las casas se mueren si nadie las habita, y también las personas”.

En cada carta que recibo H me habla de personas y casas que mueren sin un triste norte, en lo que todo es casual y corriente; me habla de una «Guatemala ajena, a quemarropa, verde y real» desde un amor y un dolor, ambos, que se necesitan como en un riguroso programa; me habla de un país de luchadores incansables que no ha despertado del todo; un país en el que aparentar es repulsivo y odioso, pero necesario; me habla de un país precioso que estalla cada día en un dramático clamor, sumido en el agujero negro de la historia y capital de la violencia no sólo por estadística.

Pero sobre todo me habla de personas.

Si no ha regresado antes a casa es para evitar que otros hogares caigan como flores en la cuneta. Sin embargo, es tal vez inevitable porque allí enfrente está, fácil, la posibilidad de la muerte, su sombra, cercana, dejando apenas un aviso para brotar por doquier y entrar, como por una escalinata alfombrada, vaciando sus puños por la tierra. Es una idea insoportable que H no permitiría por nada del mundo.

“Nada mejor cabe esperar” dicen muchos. Ella se resiste. Muchas veces pierde. Otras, gana. Así es H, valiente en extremo.

5.4.10

Una posible causa

Ayer salí con una muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, al que acompaña un apellido difícil de encontrar. Salimos a pasear por las calles de Pamplona. Tomamos una cerveza con algo de limón y un vino, solos, en un bar frente a la Catedral sin campanas, maquillada por andamios de aluminio. Afuera las mesas y sillas aguardaban vacías, brillando como un rescoldo, mientras el sol escupía rayos por entre las nubes con algo de lluvia.

“Te voy a dar un borrador para que escribas algo alegre” me dijo. Y eso me hizo pensar, rebuscar entre los ―pocos― textos que guardo sin desánimo como si de un extraño celo se tratara. Un celo que conserva la llave a una puerta que sólo uno mismo sabe por qué debe permanecer cerrada, libre de miradas y juicios ajenos. Un celo que, a su vez y tal vez, no deja de ser sino la trinchera en la que uno vive. Y claro, después de querer negar la mayor me di cuenta de que sí, de que tenía razón, de que ninguno de los ―pocos― textos que conservo aquí y allá, algunos de los cuales fueron a parar a la basura (por eso el aquí y allá) son alegres. Y quise abrir carpetas y cajones, destapar cajas, extender recortes y papeles borroneados con lápiz, releer hojas impresas por tinta de ordenador y páginas de libros olvidados en la repisa de la estantería, profanados por decenas de garabatos en los márgenes del texto.

Y una posible causa de la falta de alegría (o más bien sería una excusa barata) es que hace ya casi cinco años que mi querida madre agarró y luego, sin pensarlo, tiró a la basura del lado de allá una maleta llena de escritos, papeles, fotografías, recortes de prensa, etc. “El polvo era insoportable” dijo para justificar el delito. El golpe fue terrible, bajísimo, me enfadé y sentí deseos de caminar la oscuridad de un abismo, porque eso debe ser la utopía, mantenerse al filo del abismo. Y algo así, también, debe ser el desamparo.

No sé si al final el tiempo me permitió digerir la pérdida de aquella maleta llena de preguntas, afectos y socorros ―como diría Benedetti― que guardaba, entre otras cosas, una escalera y las huellas que un niño había de pisar para alcanzar las estrellas. Imaginaos el drama.

Y esa es una posible causa. Así que esperaré impaciente el borrador de la muchacha hermosa de nombre poco común, con hache y dos tés, para escribir algo alegre.

17.3.10

Insensatez

Me gusta Horacio Castellanos Moya. Nada voy a decir del escritor, ni siquiera de su libro. Esta noche me he aliado con lo poquísimo del día buscando luces por el patio. El libro lo he dejado sobre la cama. La luna está llena en su destello, como cubierta por vírgulas de polvo. Las agujas del reloj caminan rumbo a la medianoche.


Desde el patio sólo llega el maullido del gato de Violeta, la vecina viuda. Su marido murió hace cinco días de un infarto antes de volver al suelo triturado por el aeroplano que pilotaba. Igual era un ultraligero, no lo sé. Si sé que los vecinos y la gente del portal escucharon el arrebato por cada rincón del edificio. Por las ventanas y por el patio, como en una chimenea, entró el torrente de voz. Yo la observaba recostado en la terraza. Ella seguía con el corazón dándole tumbos, sentada en la cocina y las manos sobre la frente. Era estremecedor. Gritaba como una mujer que se queda viuda de ese modo. Una mujer cuya mitad se hace vacío en una cierta forma de prólogo antropológico, un prólogo mitad especie humana y mitad máquina. Su marido muerto, aplastado contra el terreno y el corazón licuado por el olvido que no impulsa el latir de nuevo. Un marido, por cierto, que leía Blade Runner cuatro o cinco veces al año. Un tornero que sabía sin pestañear, por una extraordinaria capacidad, pasajes enteros de la novela. Un piloto que reproducía diálogos para regar a su vez la melancolía de las calles y limpiar las tediosas conversaciones de hoy. Un hombre, al fin y al cabo, que dibujaba interrogantes en cada servilleta de la cajita de aluminio, preocupado siempre por el origen -o los orígenes- y el futuro del «ser humano». O tal vez más interesado por las teorías transformistas de Darwin, como le gustaba definir. «¿Por qué coño la gente piensa que es evolución? No tienen ni puta idea» decía al aire, contrariado, interpelando sin respuesta al camarero del bar Náutico antes de que acabara la música y empezara el baile.

Al terminar el cigarrillo he jugado a rozarme con los dedos el perfil abstracto de mi dentadura. Insuficiente, siempre, como una vida. Como la del marido de Violeta, pensaba que así de intermitente y tonta es la muerte de un ser humano.

Y el libro Insensatez de Horacio Castellanos Moya está lleno de ellas.

9.2.10

Auxilio

Sé que te pienso
cuando miro a la boca
y no veo los dientes

Llueve en la librería de cristal
sobre la claraboya
donde robamos antologías

El cucú acaba de dar
las dos de la mañana
Luego a RD lo mataron
de un tiro en la nuca
y yo subí las escaleras
de la facultad de ingeniería
¿o era de filosofía?
Subí las escaleras
en dirección a la biblioteca
(como una bala
de fabricación española
la cabeza sigue el destino
por tener una certeza)

Han pasado cuarenta años
por eso supe que no te mataron
con tu librito de poesía en la mano,
el que robamos
en la librería de cristal
y tú leías en el aseo
de la facultad
o en la intemperie
miserable de las calles
(¿O lo soñé?)

Hablan de certezas
¿llenas de qué?
Sé que no te veo cuando miro
las bocas de las pijas
y veo los dientes
que no son de ceniza,
por eso no te encuentro
ni siquiera en las putas
ni en las viejas,
lo sé porque se les riza el pelo
cuando las miro
y enseñan la boca vacía

Lo sé porque no sonríen.