9.11.09

Mortales que fingen ser eternos

Cuando tenía trece años y volví de la escuela mi madre me dijo: «Corre al cuarto a ver lo que te han traído».

En el cuarto había un gran sobre amarillo. Estaba apoyado sobre la silla. Yo nunca les había dicho a mis padres que pasaba los días en la escuela tramando habitar planetas y estrellas, alejándome de las penas naturales. Mi madre lo dejó en el cuarto para darme una sorpresa. Así que no tuve más remedio que alegrarme muchísimo y correr con todas mis fuerzas por el pasillo. El sobre venía desde Houston, donde está el cuartel general de la agencia norteamericana del espacio. Quiero decir, el remite dejaba bien claro quién lo enviaba: la NASA.

Era un sobre amarillo y grande. Al principio no sabía qué hacer, si abrirlo rápidamente o contemplarlo lleno de emoción delante de mi madre que estaba apartada mirándome bajo el vano de la puerta con la cabeza gacha y la nariz rozándole las rodillas.

Uno puede querer mucho una cosa. Luego pasan los años, va y se olvida. O quiere mucho otra cosa, o ya no quiere nada y vive como si cada día fuera uno más. ¡Sólo uno más! Mortales que fingen ser eternos. Y eso me pasó a mí cuando cumplí catorce años y me olvidé de la carta y de ser astronauta.


Es difícil querer una cosa sin creer en ella, y alguna vez uno se ve tentado. Por ejemplo, muchas personas van a misa los domingos porque es un deber, dicen predicando sin mucha gana. Pero luego dan un mal paso y ellos sólo se aman a sí mismos; cambian la sonrisa por el desprecio, como si nada quisieran repartir. Entonces un áspero pensamiento me asfixia: ¡El amor no puede ser así!

Yo suelo ir a una iglesia de la compañía de Jesús donde (salvando por obvia la fe) el ingenio, el amor y el heroísmo son cimientos de su obra. Gracias a Dios el Padre jesuita es un hombre duro y valiente. Me recuerda a Clint Eastwood en su papel de El Extranjero en Infierno de Cobardes, aunque el vaquero del Oeste es un verdadero hijo de puta. El resto de personajes son miserables que destilan traición y cobardía, y se pudren en un pueblo de paisajes abrasados. Es por ello que El Extranjero ejecuta la venganza personal en una atmósfera de justicia poética. ¿No es antes preferible un mundo de canallas que uno de cobardes?

Si de algo estaba seguro varios años después, a pesar de haber vivido tan poco tiempo y tras abandonar la escalera a las estrellas, es que la gente debe rebelarse, tarde o temprano, en contra de la uniformidad y la indiferencia.

Eso hizo El Extranjero, que era un canalla pero tenía valor.

Y a eso hemos renunciado nosotros, hoy en día, en medio de una ingeniería social 'bienintencionada' que se levanta como erial de la muerte tibia, dejando escapar la necesidad urgente de emprender cualquier proeza con tal de ser indiferentes a la débil naturaleza de la justicia; con tal de sabernos vencidos y sin compasión.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué sincero... y qué cierto!

Nat RU dijo...

Grande texto y cierto enteramente.
Qué grandes son ciertas cosas en determinados momentos de nuestra vida, verdad? Al final se convierten en pequeñas huellas que dejamos en la estela que seguimos en nuestro paso por este mundo.

Porque los pequeños detalles son los que hacen que la vida valga la pena, esos que nos marcan y nos hacen valorar más si cabe cualquier cosa ;)

Publicar un comentario