Así, durante mi estancia en París, la visión de una ejecución me reveló la precariedad de mi creencia en el progreso. Cuando vi desprenderse la cabeza del cuerpo y los oí caer por separado dentro de la caja, comprendí, no con la inteligencia sino con todo mi ser, que ninguna teoría de la racionalidad de la existencia y del progreso podía justificar un acto semejante, y que aun cuando todos los hombres desde la creación del mundo, hubieran creído conforme a cualquier teoría que algo así era necesario, yo sabía que era innecesario y equivocado, y por tanto los juicios sobre lo que era bueno y necesario no debían basarse en lo que otros decían y hacían, ni tampoco en el progreso, sino en mi propio corazón.
Fragmento de libro Confesión de Tolstoi, donde emprende una búsqueda desesperada (pero cabal) del sentido de la vida. Como un pájaro caído del nido Tolstoi no sabía qué quería de la vida, pero al mismo tiempo esperaba algo de ella. (¿El qué? Leed el libro). En dicho extracto cuestiona la creencia del «progreso», superstición tan extendida que es el disfraz de la gente ante la incomprensión de la vida.
Como todos los miércoles anoche fui a ver a mi abuela y mientras daba los últimos sorbos a una taza de manzanilla hablamos de la familia, los bisnietos, la vida y los piratas. Me confesó que no puede salir a pasear todo lo que ella quisiera. Luego asintió al aire sonriendo con la mirada brillante, todavía azul, que conserva lucidez y años a la espalda.'¿Vas a ir a París?' preguntó.
Y a lo que iba. Cuando hizo la pregunta recordé el único y fugaz viaje que me llevó allí cuando la noche se hundía sobre el barrio de Monmartre, exactamente en un Boulevard cuyo nombre he olvidado. Una de las ilusiones que tenía al llegar a París, mi primera vez, era caminar el piso del barrio de Amelie, sí, el de la película, y adentrarme a través de sus callejuelas repletas de cafés acristalados y gente ensimismada en la contemplación de cientos de comercios que abarrotan cada acera.
Me gusta viajar solo, esperar en los aeropuertos, entrar en Cafés de ferrocarril que olvidaron la estética propia de las estaciones de antaño como la de Valladolid, por ejemplo. Me gusta viajar y vagar sin planes concretos, alejarme de todo y observar sin que nadie rompa un silencio interior que de algún modo es el mismo silencio con que observábamos las cosas de pequeños. Entonces nos movíamos por impulsos instantáneos. Hoy en día no sé cuánto de eso se ha perdido. Palabras magnéticas en nuestros oídos, carnavales de colores en nuestros ojos. Ilusiones indescifrables con apenas un gesto, una mirada o el reflejo de alguien. Éramos quebrantables y sin embargo soñábamos. Hoy somos igualmente quebrantables pero ya no soñamos.
Y si hay una imagen que no puedo olvidar es la que encuadré con el objetivo de la cámara sin llegar a disparar. Era una banda de cuatro vagabundos que miraban con ojos de locomotora, como las abandonadas en viejas estaciones que de noche sueñan con chupar carbón como en los viejos tiempos de amor absoluto, soñando con volver a recorrer sobre puentes y huellas luminosas la senda de raíles oxidados. Pero nada de eso, de hecho, mientras imaginaba la historia de ese rectángulo invadido por el ojo analógico ya era demasiado tarde y los cuatro descansaban entre humo de cigarrillo y cartones de vino en un banco de madera contiguo a la Catedral de Nuestra Señora.
Aquellos hombres estaban solos. Es más, hubieran pasado desapercibidos si no llega a ser por cientos de palomas grises que levantaban vuelos acrobáticos como los Spitfire de la 2ª Guerra Mundial, antes de ser abatidos por tormentas de artillería, e incluso trepaban por los brazos trenzando piruetas con tal de cazar una migaja de pan en la ciudad de la luz.
Luego volví sobre mí, acompañé a mi abuela a la salita y disertamos en torno a la política sin llegar a conclusión alguna. Aún quedan imágenes y vida por delante, pensé. Para ella y para mí.
Después de cenar todos se han ido a sus habitaciones y yo he regresado a la mía. No tenía sueño y al cabo de una hora he salido afuera, donde se amontonan preguntas, a sentarme en las escaleras junto al comedor. El sol se había puesto hacía rato, quedaban dos horas para la medianoche y la luna esperaba arriba, en lo alto, grande y púrpura en un cielo sin nubes. En cierto modo era hermoso. Permanecí sentado en las escaleras del comedor, en el aquí y ahora, sin decir nada, sin pensar nada, sin mover un pie ni un brazo por simple acomodación, tal vez como dos planetas que siguen rutas distintas, como dos manos humanas que se despiden alejándose de los bordes dentados y engrasados de un engranaje, creyendo que todo se hace a lo fácil, a máquina, sin latidos, y sin embargo, nada estaba a mi alcance de ningún modo por lo que no tenía mucho sentido seguir ahí. Como un intruso me levanté y caminé despacio por el suelo de baldosas rodeando la enfermería, acariciando los talleres y el comedor hasta mi habitación. Sólo quedaba el guarda en la sombra con su kalaschnikov, algunas luces y un murmullo que trepaba por las altas ventanas del dormitorio de los chicos.
Me preguntaba si en nuestro mundo, que de tan insensibles olvidamos la dignidad de las personas, donde pensar de modo tan distinto es a veces tan severamente juzgado, tienen sitio personas como éstas, y si en definitiva, no es mejor abandonarse al «no poder », al «no querer saber», al pasar páginas «sin compasión».
A veces me gusta estar solo.
PD: es el fragmento de un texto que escribí hace un tiempo tras compartir la vida en el centro de acogida Don Bosco para niños de la calle, en Infulene, Maputo.
Desde que la conocí me pasaba los días cautivo en el único bar de la ciudad. No era nada que mereciera el placer pero el tiempo anidaba y yo carecía de compromisos laborales. Era un recién licenciado en una carrera de ciencias y había optado por el camino de la lanza libre, fácil y directo pero quebradizo. Llevaba a cuestas, entre otras cosas, un viejo reproductor de cedés y dentro, regulando el corazón cual gramola, sonaba A thousand Kisses Deep de Chris Botti y su mágica trompeta. A veces leía algo, otras tomaba té con medialunas y casi siempre me divertía observar a la gente cuando empujaban la puerta y el batiente, de madera y hierro, hacía sonar una campanilla que resonaba por todo el local.
Entonces, cuando llegó el día volviéndose corto el calendario, fui a buscarla y nos dirigimos en taxi al aeropuerto. Volamos catorce horas antes de aterrizar en un país lejano. Al llegar supe que a ella le gustaban los sitios cómodos pero allí no había un lugar así a donde ir. Caminamos desde la pista de los aviones en busca del bazar central, ella y yo, decididos a celebrar el encuentro después de tanta ausencia. Ella vestía un shalwar kameez que le iba como la seda.
—He traído el vestido nuevo para que lo veas —dijo. —Estás guapísima —dije yo. Y lo pensaba de verdad.
Me entraron ganas de contarle historias de este país y de su gente que, como alguien decía, se encuentran entre los más extraordinarios de la Tierra. La cogí de la mano, la llevé hasta un patio y dije:
—Toma. Ella no lo comprendió bien del todo. —Es un regalo —aclaré. —¿Para quién? —Para tí. —Estás loco.
Nos abrazamos como dos chiquillos. El regalo consistía en un pequeño corazón de madera, tallado con habilidad mística, que al girarlo sobre uno de sus ejes dibujaba un cruz. Un día, hace pocos meses, el azar me había hecho darme de bruces con el viejo boceto que guardaba en uno de mis libros, y más tarde había encontrado en la ciudad al artesano capaz de construir aquello que yo había sido incapaz, perdida la paciencia, semanas atrás.
Llegamos a una plaza enorme. En medio del caos estaba el Gran Mausoleo que domina el bazar central, a donde millares de hombres y mujeres todavía acuden para rezar y presentar sus respetos. El hombre a quien está dedicado debió ser el fundador de la nación.
Todo era un paisaje de agujeros de piedra acribillados por la artillería. En las calles había quien rezaba, quien leía y quien alienaba objetos poniéndolos en orden, para vender. Luego empleamos un buen rato en buscar alguna calle tranquila y nos topamos con un pequeño restaurante que ofrecía tés variados y un buen puré. Ella no había comido en un restaurante así en su vida. Empujé la puerta y el lugar estaba vacío. El camarero, un hombre alto y de buena complexión, de barba corta y rojiza, con la cabeza cubierta por un sombrero blanco, nos recibió con una amplia sonrisa que luego torció en una mueca de circunspección. Nos miró a los dos y dijo que, de hecho, los forasteros no van nunca al restaurante.
Después de comer caminamos lentamente respirando silencio, el último regalo cuando no hay palabras. Fuera la ciudad había desaparecido tragada por la nube de arena. Las farolas iluminadas parecían circular como los ojos encendidos de los automóviles. Ella comenzó a decir algo haciendo que aquel momento y aquella cercanía duraran.
—Las cosas todavía tienen una razón y las palabras todavía señalan las cosas —dijo despacio, como sin querer.
¿Qué se supone que quiso decir? Aún le doy vueltas al asunto. El caso es que aquél día, detrás de la nube de arena lucía un hermoso sol difuminado y el hecho de ir caminando por aquél lejano país, con ella al lado, fortalecía la idea de que nosotros somos el Tiempo, sin antes ni después, y de que estamos hechos para algo mejor que el desarraigo.
Cuando tenía trece años y volví de la escuela mi madre me dijo: «Corre al cuarto a ver lo que te han traído».
En el cuarto había un gran sobre amarillo. Estaba apoyado sobre la silla. Yo nunca les había dicho a mis padres que pasaba los días en la escuela tramando habitar planetas y estrellas, alejándome de las penas naturales. Mi madre lo dejó en el cuarto para darme una sorpresa. Así que no tuve más remedio que alegrarme muchísimo y correr con todas mis fuerzas por el pasillo. El sobre venía desde Houston, donde está el cuartel general de la agencia norteamericana del espacio. Quiero decir, el remite dejaba bien claro quién lo enviaba: la NASA.
Era un sobre amarillo y grande. Al principio no sabía qué hacer, si abrirlo rápidamente o contemplarlo lleno de emoción delante de mi madre que estaba apartada mirándome bajo el vano de la puerta con la cabeza gacha y la nariz rozándole las rodillas.
Uno puede querer mucho una cosa. Luego pasan los años, va y se olvida. O quiere mucho otra cosa, o ya no quiere nada y vive como si cada día fuera uno más. ¡Sólo uno más! Mortales que fingen ser eternos. Y eso me pasó a mí cuando cumplí catorce años y me olvidé de la carta y de ser astronauta.
Es difícil querer una cosa sin creer en ella, y alguna vez uno se ve tentado. Por ejemplo, muchas personas van a misa los domingos porque es un deber, dicen predicando sin mucha gana. Pero luego dan un mal paso y ellos sólo se aman a sí mismos; cambian la sonrisa por el desprecio, como si nada quisieran repartir. Entonces un áspero pensamiento me asfixia: ¡El amor no puede ser así!
Yo suelo ir a una iglesia de la compañía de Jesús donde (salvando por obvia la fe) el ingenio, el amor y el heroísmo son cimientos de su obra. Gracias a Dios el Padre jesuita es un hombre duro y valiente. Me recuerda a Clint Eastwood en su papel de El Extranjero en Infierno de Cobardes, aunque el vaquero del Oeste es un verdadero hijo de puta. El resto de personajes son miserables que destilan traición y cobardía, y se pudren en un pueblo de paisajes abrasados. Es por ello que El Extranjero ejecuta la venganza personal en una atmósfera de justicia poética. ¿No es antes preferible un mundo de canallas que uno de cobardes?
Si de algo estaba seguro varios años después, a pesar de haber vivido tan poco tiempo y tras abandonar la escalera a las estrellas, es que la gente debe rebelarse, tarde o temprano, en contra de la uniformidad y la indiferencia.
Eso hizo El Extranjero, que era un canalla pero tenía valor.
Y a eso hemos renunciado nosotros, hoy en día, en medio de una ingeniería social 'bienintencionada' que se levanta como erial de la muerte tibia, dejando escapar la necesidad urgente de emprender cualquier proeza con tal de ser indiferentes a la débil naturaleza de la justicia; con tal de sabernos vencidos y sin compasión.