4.12.09

Leamos a Roberto Bolaño

Permanecí en la reunión una hora, calculo. En el bolsillo izquierdo de la zamarra, qué digo zamarra, en mi marinera tenía el teléfono y tenía una piedra en el pecho, por así decirlo. Tenía frío en las manos y al mismo tiempo tenía como ganas de que todo pasara rápido. Al salir de la reunión sé que seguí caminando, abriéndome paso entre las calles sin prestar demasiada atención a las huellas que iban quedando de mis pasos. Luego, algo sofocado, relajé la marcha y me detuve bajo la luz de una farola iluminada, fiel reflejo de esa noche violácea cuando el sol se apaga y no deja de llover. En una noche así se iba sumiendo Pamplona. Quería encender un cigarrillo y seguir caminando en dirección al número dieciséis de la calle Tudela. Aquella noche tenía que llegar hasta la librería Auzolan. Vámonos, rápido, me dije.

La gente ya estaba sentada en el fondo de la librería cuando llegué. Después de intercambiar unas palabras con un fotógrafo que me ofreció un lugar, me senté en una sillita de madera y vi cómo el escritor y crítico literario Roberto Valencia hablaba y la gente escuchaba, les hablaba sin moverse de su sitio, ensoñado en un punto impreciso más allá de la salita, moviendo la cabeza varias veces, a su manera, navegando por el mundo clarísimo e inabarcable de Roberto Bolaño y su literatura.

'¿Por qué debemos leer a Roberto Bolaño?' llevaba por título el encuentro que con las últimas luces del martes organizó el Foro Auzolan de la mano de Roberto Valencia. Un espacio que quiere arrojar luz a las ideas y a las emociones, a los discursos que vuelcan los libros sobre nosotros, a menudo jóvenes lectores de inocente entusiasmo. Porque el lector muchas veces nada sospecha y se entrega sin miedo y finge ver una silueta, creo yo, sólo una silueta o una historia que cuenta algo y que por momentos uno cree comprender en un rincón de su trastero, como si cada libro leído descansara en el trastero. Y como explicó en la radio Roberto Valencia hace varias semanas: “Esa necesidad normalmente permanece escondida porque no existen ni foros ni círculos, o existen muy pocos, en los que personas cualificadas puedan guiarnos en ese intercambio de ideas que el libro genera en nosotros”.

Más que nada escuchábamos y respirábamos. Roberto Valencia seguía hablando con su voz despreocupada navegando por la literatura de Roberto Bolaño en un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, recorriendo la vida de Bolaño y el continente de unas letras que yo había captado mal o que de plano no había entendido.


¿Por qué hay que leer a Roberto Bolaño? Más allá de que evoque soledades, melancolía y carnicerías, y de que su largo y ancho viaje entre de lleno en el Mal, con mayúscula, hay una serie de razones a las que apuntó Roberto Valencia que a continuación citaré tal y como él explicó:

1ª Razones literarias: Bolaño es, o el último escritor del 'Boom' o el primer escritor que reniega del 'Boom', toda aquella narrativa latinoamericana que renovó profundamente la literatura en castellano y que abrió todo un continente a una nueva dimensión literaria. Bolaño es el primer escritor que planta un punto y aparte, y empieza escribir una novela realista, profundamente metropolitana, una novela que no está forzosamente planteada en Latinoamérica.

2ª Razones políticas: Bolaño aborda el tema de la necrosis política de cierta parte de Latinoamérica, es decir, todo el tema de las dictaduras y la impugnación de derechos civiles, y lo hace sin ninguna concesión a la literatura maravillosa, a la literatura bonita. Cuando Bolaño nos habla de un dictador, nos habla desde la crudeza que deberíamos exigir a la literatura. No le añade florituras, no le añade sabor tropical, no le añade entornos maravillosos y nostálgicos.

3ª Razones estructurales: Bolaño echa por tierra un montón de los cánones literarios de la novela actual no sólo en Latinoamérica, sino de todo el mundo, y varias de sus novelas no tienen final. Son novelas muy poco decimonónicas que plantean de una manera brutal qué es la novela, qué unidad interna tiene que tener la novela en un tiempo en el que la literatura se ha adocenado, se ha convertido en algo previsible con unas formas muy estandarizadas.

4ª Razones biográficas: La vida de Bolaño logra captar la imaginación y la curiosidad del lector. Enseguida nos sentimos impresionados.

5ª Razones de estilo: El estilo de Bolaño es arisco, difícil, crudo, doloroso. ¿Qué es una escritura de calidad?, le preguntaron una vez. Bolaño respondió: “Pues, lo que siempre ha sido. Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura, básicamente, es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio, a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere y los libros y los amigos y la comida”. Bolaño está más del lado de quienes utilizan la literatura como un modo de conocimiento, pese a quien pese y duela a quien duela.

6ª Razones generacionales: Como hemos dicho antes, Bolaño escapa de las coordenadas que trabajaron magistralmente García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, etc.

7ª Razones vitales
: Bolaño escenifica en su propia vida el compromiso vital entre la vida y el arte. No ceder un paso atrás cuando uno lo que tiene es un proyecto vital literario, y cuando uno lo que quiere es realizar una obra y dárnosla a nosotros como lectores. A Bolaño le surgieron bastantes posibilidades de mejorar su modo de vida. Vivir en la calle, en una casa que no tenía mesa o escribir en el suelo tuvo que ser doloroso para él. Las tentaciones de renunciar a eso e insertarse en una vida laboral más cómoda fueron frecuentes. Sin embargo, él tuvo claro que si trabajaba unos pocos meses al año ya sea como vigilante de camping o como limpia-platos, era realmente para pagar los grandes espacios de vacío y poder escribir aunque fuera en unas condiciones vitales duras.

Luego Roberto Valencia se adentró en los temas del autor chileno dejando traslucir el tema central (poco abordado en la literatura contemporánea) del Mal como un cuento corto de terror, algo sobre lo que intentaré escribir, algún día, si es que soy capaz.

Terminó el encuentro. La luna menguante se instalaba entre la lluvia y yo volví a casa deslizando pasos raudos por las calles de Pamplona, calles que se suceden una a otra y poco a poco, ordenadamente.

29.11.09

La Alameda (o la pérdida)

Caminaba cabizbajo por la Alameda y Lucio creía que sí era un buen poeta. Rosa nunca se lo dijo, aunque sí lo pensaba. Le daba vergüenza afirmarlo, sentirse desnuda como se sentía, débil ante el torrente de una vida que imaginaba en hijos y un modesto apartamento en la playa. A su manera mantenía un estoicismo que nadie que lo cruzase adivinaría, y que ni siquiera, por muchos cenáculos literarios que hubieran frecuentado a lo largo de sus vidas, serían capaces de imaginar. Caminaba cabizbajo y cegado por la brillantina de una luna de plata que siempre, al anochecer, degüella los días. En eso pensaba e insistía con una rudeza ajena a un adolescente. La alta barda que caía a un lado proyectaba una sombra sobre el sombrero que portaba con arrojada sentencia. Lucio se veía un poeta solemne que claudicaba ante todos.

Los médicos fueron francos con él. Rosa apenas hubiera aguantado una hora, unos minutos no más. Los médicos fueron escuetos y claros como deben ser. La policía no detuvo al asesino hasta pasados dos años cuando otra jovencita apareció degollada. Lucio pensó en el paseo que dio por la Alameda esos días más otoñales que nunca tres años atrás. Rosa tenía diecinueve años y él justo cumplía veintidós. Tenía una novela, su primera, a medio terminar. Rosa la leía y le sonreía cada vez que se miraban. No era una buena correctora. Siempre le decía «Me encanta pirata». «Gracias nena» le decía Lucio. Rosa le quería y Lucio lo sabía, y el poeta fracasado y la Rosita, como él la llamaba, tomaban champán y hacían el amor después de esas inmensas tardes a la vera de las olas en la playa de San Andrés rodeados de manuscritos sucios y mojados (con los poemas bañados en el mar salado) que ambos hundían hechos pedazos en montañas y castillos de arena. A Lucio le complacía la tenacidad con que la Rosita procuraba entender lo que escribía, como el poema en honor a Bolaño y los valientes con Billy the Kid descerrajando balazos de aquí para allá. «Es un esterpanto» decía Rosa. «Esperpento mi nena» decía Lucio.


Rosa avanzó varios pasos y de puntillas asomó la cabeza. En la fuente del parque unas llamas la hicieron sacudirse. Una risa brotó de la oscuridad y henchida con la diligencia de quien retuvo la valentía inocente de tantos poetas (y aquí, cuando Bolaño reprodujo el cruel asesinato en las dependencias de la comisaría del Distrito V con el detective Arturo Belano, Lucio imaginó a la Rosita pensando en él y no pudo reprimir un puñetazo sobre la mesa. La agonía del poeta que camufla el dolor. Se dio lástima y miró al techo de luces de neón evitando que algunas lágrimas entre millones que le sangraban por dentro encontrasen una salida al exterior del mundo, insultando a la fea dama que apresa jovencitas como Rosa y todas las... ¿Pero quién es valiente ante la muerte?) introdujo el libro de poemas de Lucio por el agujero de la bolsa y marchó heroica hacia el misterio. Sus labios grises estaban encorvados; acaso predijeron la escena; la película en formato de ocho milímetros; poema fugaz y sincero de toda una vida al lado de Lucio, del poeta valiente, exiliado al fracaso y a la pérdida sin trabajo ni nómina, ni sueldo ni seguridad social; ahora exiliado eternamente de la Rosita que yacía hundida en los tentáculos cárdenos de la bella dama.

«Una nueva carcajada la debió atacar de golpe» dijo Arturo Belano apurando el último cigarrillo. «Cierto, la Rosita no se hubiera dado la vuelta y la navaja no hubiera acertado en el...» Lucio se calló y sintió a la bella dama que brota sigilosa purgando sueños y fantasías de cualquier joven que espera satisfecho, seguro de su existencia y de su vida y ajeno al filo de la navaja rutilante que destella sorpresa y sumisión. El rostro de la joven se mantuvo incólume. Cerró los ojos y retrocedió dos pasitos para caer sentada de cuclillas mientras varios rayos de sol despuntaban tratando de atravesar el cielo encapotado del que brotaban los astros de un desierto negro que partía del horizonte, del final del cielo y de la tierra, y que Rosa seguía recordando con cada vez más dilatados ojos, agonizando en ese charco helado color de rojo.

Lucio hizo un gesto ecléctico: entre resignado y valeroso. Por lo menos ha aparecido el asesino, pensaba. «La pista del último cadáver nos llevó directos a él» dijo Bolaño. «Por eso te llamamos cuando lo apresamos esta mañana» dijo Arturo. Tomaron un taxi en la parada más próxima a la comisaría y Lucio y los dos detectives se dirigieron a la Alameda. Una vez que llegaron Lucio les dio un apretón de manos y la única foto que tenía de Rosa (ambos abrazados y Lucio dando la espalda a la cámara, sumido en el paisaje del mar azul; Rosa apoyada en su hombro mirando al fotógrafo desconocido) en la playa de San Andrés. «No se si el regusto amargo de la pérdida se asienta mejor de golpe» dijo Lucio. «Entonces quédate la foto» dijo Bolaño.

25.11.09

Maneras de huir

Ya veis, vuelvo al librito Confesión de Lev Tolstoi que terminé anoche.

He leído y releído ciertos capítulos dos y hasta tres veces. Muchas páginas me bailan en la cabeza. En el capítulo VII, al no encontrar explicación al sentido de la vida en la ciencia, la verdad chica, Lev decide indagar en la gente que le rodea, les observa, ve cómo viven y cómo abren o entrecierran los párpados ante la pregunta que le condujo a la desesperación. Descubre cuatro maneras, cuatro 'estilos de vida' para no pensar, para huir de la pregunta.
1. La primera dice que la ignorancia es la salida. Sin embargo Lev rechaza este postulado y pasa de largo mirando por el rabillo del ojo, riendo para sí. «Uno no puede dejar de saber lo que ya sabe» dice.

2. La segunda de las maneras plantea lo siguiente: ¡Cerrad los ojos y disfrutad de cuantos bienes llegan a vuestras vidas, manos y cuerpos! ¡Come! ¡Bebe! ¡Fornica! ¡Goza todos los días de tu vida vanidosa! Una vez más Lev gira el rostro, observa e imagina, digo yo, a Sócrates encima de su cabeza. Piensa con tristeza: ¡Estúpidos! ¿Hasta aquí nos ha conducido el «progreso»? «Yo no puedo imitar a esa gente, puesto que no tengo falta de imaginación y no puedo fingir que la tengo» dice Lev.

3. Esta pasa por tenerlos bien puestos y, una vez que has descubierto la vida como mal y pura absurdidad, esperar la catarsis de una bala en la sien o la soga en el cuello. Comprenderlo y sucidarse, vaya. «Sólo actúan así personas que son fuertes y consecuentes» dice Lev. Y a propósito del sucidio, escribe Arcadi que en Barcelona la mayoría de los jóvenes que mueren, decide morir a causa de su voluntad.

4. La última de las maneras pasa por ser débiles, bajarse los pantalones y esconderse de la broma (estúpida) hasta que pase algo. Esperar y esperar, y mientras tanto vivir. En esta situación estaba Lev.

Así que me he pasado varios días colgando etiquetas a la gente con esto de las maneras y/o estilos. Lo bueno es que, más tarde, en las páginas 72, 73, 77 y 83, Lev intuye errores y equivocaciones en su razonamiento.

Pude imaginarlo en su escritorio, secándose el sudor y atusándose la barba, pensativo, dándole forma, entre suspiros pausados, a algo que no pudo llamar de otro modo que «conciencia de la vida».

A partir de ahí hay más esperanza, o fe.

23.11.09

Tolstoi y el progreso

Así, durante mi estancia en París, la visión de una ejecución me reveló la precariedad de mi creencia en el progreso. Cuando vi desprenderse la cabeza del cuerpo y los oí caer por separado dentro de la caja, comprendí, no con la inteligencia sino con todo mi ser, que ninguna teoría de la racionalidad de la existencia y del progreso podía justificar un acto semejante, y que aun cuando todos los hombres desde la creación del mundo, hubieran creído conforme a cualquier teoría que algo así era necesario, yo sabía que era innecesario y equivocado, y por tanto los juicios sobre lo que era bueno y necesario no debían basarse en lo que otros decían y hacían, ni tampoco en el progreso, sino en mi propio corazón.


Fragmento de libro Confesión de Tolstoi, donde emprende una búsqueda desesperada (pero cabal) del sentido de la vida. Como un pájaro caído del nido Tolstoi no sabía qué quería de la vida, pero al mismo tiempo esperaba algo de ella. (¿El qué? Leed el libro). En dicho extracto cuestiona la creencia del «progreso», superstición tan extendida que es el disfraz de la gente ante la incomprensión de la vida.

19.11.09

Una imagen de París

Como todos los miércoles anoche fui a ver a mi abuela y mientras daba los últimos sorbos a una taza de manzanilla hablamos de la familia, los bisnietos, la vida y los piratas. Me confesó que no puede salir a pasear todo lo que ella quisiera. Luego asintió al aire sonriendo con la mirada brillante, todavía azul, que conserva lucidez y años a la espalda.'¿Vas a ir a París?' preguntó.

Y a lo que iba. Cuando hizo la pregunta recordé el único y fugaz viaje que me llevó allí cuando la noche se hundía sobre el barrio de Monmartre, exactamente en un Boulevard cuyo nombre he olvidado. Una de las ilusiones que tenía al llegar a París, mi primera vez, era caminar el piso del barrio de Amelie, sí, el de la película, y adentrarme a través de sus callejuelas repletas de cafés acristalados y gente ensimismada en la contemplación de cientos de comercios que abarrotan cada acera.

Me gusta viajar solo, esperar en los aeropuertos, entrar en Cafés de ferrocarril que olvidaron la estética propia de las estaciones de antaño como la de Valladolid, por ejemplo. Me gusta viajar y vagar sin planes concretos, alejarme de todo y observar sin que nadie rompa un silencio interior que de algún modo es el mismo silencio con que observábamos las cosas de pequeños. Entonces nos movíamos por impulsos instantáneos. Hoy en día no sé cuánto de eso se ha perdido. Palabras magnéticas en nuestros oídos, carnavales de colores en nuestros ojos. Ilusiones indescifrables con apenas un gesto, una mirada o el reflejo de alguien. Éramos quebrantables y sin embargo soñábamos. Hoy somos igualmente quebrantables pero ya no soñamos.

Y si hay una imagen que no puedo olvidar es la que encuadré con el objetivo de la cámara sin llegar a disparar. Era una banda de cuatro vagabundos que miraban con ojos de locomotora, como las abandonadas en viejas estaciones que de noche sueñan con chupar carbón como en los viejos tiempos de amor absoluto, soñando con volver a recorrer sobre puentes y huellas luminosas la senda de raíles oxidados. Pero nada de eso, de hecho, mientras imaginaba la historia de ese rectángulo invadido por el ojo analógico ya era demasiado tarde y los cuatro descansaban entre humo de cigarrillo y cartones de vino en un banco de madera contiguo a la Catedral de Nuestra Señora.

Aquellos hombres estaban solos. Es más, hubieran pasado desapercibidos si no llega a ser por cientos de palomas grises que levantaban vuelos acrobáticos como los Spitfire de la 2ª Guerra Mundial, antes de ser abatidos por tormentas de artillería, e incluso trepaban por los brazos trenzando piruetas con tal de cazar una migaja de pan en la ciudad de la luz.

Luego volví sobre mí, acompañé a mi abuela a la salita y disertamos en torno a la política sin llegar a conclusión alguna. Aún quedan imágenes y vida por delante, pensé. Para ella y para mí.